Lo fácil es callarse. Tras sobrevivir a cualquier tragedia, uno quiere olvidar, pasar página, cambiar de aires, reír y vivir de nuevo. Por un lado, recordar es doloroso, a veces es como regresar a aquel infierno; y por otro, la gente tiende a desviar la vista cuando escucha ciertas cosas, por vergüenza, por pudor, por egoísmo o por el motivo que sea. Duele, y además es difícil encontrar a alguien que quiera escuchar.
¿Por qué contar una historia como esta, entonces?
Quizá porque ocupa tanto espacio en el interior de uno que es imposible mantenerla en silencio durante toda la vida.
La autora de este libro se calló durante veinte años. Hasta que un día escuchó a un señor respetable negar que su sufrimiento hubiera tenido lugar mientras alababa la humanitaria labor de sus torturadores, que tantas cosas buenas hicieron por su país. Y ya no pudo más. La indignación prendió la chispa y decidió romper sus años de silencio, alzar su voz contra la mentira política y el lavado de cerebro para defender una cierta idea de justicia, para calmar la ira y el ansia de venganza, sentimientos urgentes e inaplazables, para no volverse loca, también, y poder seguir diferenciando lo que sucedió de verdad de eso que algunos decían que había sucedido, incapaces de mirar más allá de sus simpatías políticas.
Camboya, protectorado francés, se independizó en 1953 y sufrió una dictadura militar durante la guerra de Vietnam, país vecino, desde 1970 hasta 1975. El gobierno anticomunista, con apoyo de Estados Unidos, reprimió a los vietnamitas de su territorio y a cualquier sospechoso de colaborar con los comunistas hasta que fue derrocado por el ejército de los jemeres rojos, nacionalistas camboyanos, que crearon una república popular de inspiración maoísta. Evacuaron por la fuerza las principales ciudades de Camboya y confiscaron los bienes de la población urbana, a la que trasladaron a campos de trabajo en comunidades agrícolas. Sus principales mandamientos, que toda la población debía repetir cada día hasta aprender de memoria, eran:
- Diréis siempre la verdad.
- No robaréis.
- No expresaréis sentimientos.
- Vestiréis de negro.
- Os raparéis el pelo.
- Andaréis descalzos.
- Comeréis arroz del Estado y lo que podáis cultivar en vuestro tiempo libre.
- Trabajaréis doce horas diarias en los campos, seis días a la semana.
Los jemeres rojos quisieron purificar a la población mediante el trabajo. Y es difícil no pensar en aquella inscripción de la puerta de entrada a Auschwitz: Arbeit macht frei, el trabajo libera. Nazis y jemeres tenían visiones parecidas de lo que significa la liberación mediante el trabajo. Pero en realidad los jemeres rojos fueron mucho más lejos que los nazis. Abolieron las escuelas y la educación, prohibieron los libros y la gafas, símbolos de la decadencia capitalista, acabaron con el comercio, la propiedad privada y el dinero y clausuraron los hospitales, cerraron los aeropuertos, las estaciones de tren y las fábricas en un intento de convertir Camboya es un estado agrícola, primigenio, habitado por camboyanos purificados, libres por fin del veneno del capitalismo.
Denise Affonço, la autora de estas memorias, sufrió el régimen de los jemeres rojos durante los cuatro años que duraron en el poder. Secretaria del antiguo consulado francés en la capital, Phnom Penh, de nacionalidad francesa, se vio expulsada de su casa y obligada a trabajar en diferentes campos de trabajo agrícolas, donde perdió casi la mitad de su peso. Aprendió a fingir sumisión, a no pronunciar ni una palabra de otro idioma que no fuera el jemer, a responder correctamente, a ocultar las emociones y a soportar las continuas humillaciones por su nacionalidad y su condición de intelectual capitalista. Tras la desaparición de su marido, cuya muerte nunca llegó a confirmarse, veía "todas las tardes, después del trabajo, multitud de cadáveres bajar por el río, atados desnudos a troncos de plátano, secretamente rezando para que entre esos cuerpos no estuviera el de mi marido".
En alguna pausa de lectura, hablo con P. de esta historia y me cuenta alguna impresión del viaje que hizo hace años por el sureste asiático. Me habla de la bondad, de las sonrisas constantes y la extraordinaria sencillez de la gente camboyana que ella conoció. Y me confirma lo que leo en el libro, el estupor de la autora al preguntarse cómo fue posible que de un pueblo de naturaleza afable, generosa y pacífica, en su mayoría budista, hubiera podido salir tal cantidad de asesinos dispuestos a dejarse llevar por un sadismo tan extremo.
Al volver al libro, sin encontrar respuestas a esta mutación de un carácter nacional (carácter que, por las impresiones de P. en su viaje reciente, aún se mantiene), Denise no para de hablar de comida. De la obsesión por encontrarla. Come arroz, y a menudo sólo caldo de arroz, con algo de sal. A veces, sapos. Cuando hay suerte, espinacas salvajes, juncos, tallos duros de bambú. Y más caldo de arroz. El hambre se convierte en el único motor de su cuerpo. A través del hambre todo cambia. La degradación física destroza los valores humanos. Y Denise confiesa, desesperada, "¿qué orgullo podía quedarme cuando llegaba a pelear por la comida de los animales con los propios animales?"
Perdió a su marido, vio morir de hambre a su hija de nueve años, convivió con el espanto durante cuatro años, y cuando las tropas vietnamitas liberaron Camboya en 1979, se unió como pudo, arrastrándose junto a su hijo mayor, a la multitud de zombis que desfilaban por la carretera de vuelta a las ciudades y al mundo de los vivos.
Después de haber leído sobre el holocausto judío, uno tiende a pensar que esos horrores ya no podían repetirse. Que, de alguna manera, la crueldad había llegado a su límite, había probado su fuerza y su locura, y que volvería a una forma de expresión más comprensible. Pero al leer lo que ocurrió en Camboya entre 1975 y 1979, al leer este relato de Denise Affonço, me doy cuenta de que aquel holocausto no sirvió como advertencia, que los seres humanos pueden seguir alcanzando unas cotas de sadismo inimaginables si se les da poder, libertad e impunidad para matar.
Hace falta imaginación para vencer la incredulidad con la que uno se protege inconscientemente de historias como esta. No puede ser verdad, en mi mundo no, en mi realidad no. De inmediato se establece una distancia. Y esa distancia amortigua la empatía, convierte los datos en literatura, en la historia de otros, en la vida de otros. Pero ¿quién nos dice que esta historia no podría pasar más cerca, que en nuestra sociedad occidental estamos ya definitivamente inmunizados contra la violencia? Los camboyanos eran pacíficos y probablemente sigan siendo más pacíficos, bondadosos y risueños que nosotros. Y aun así aniquilaron a dos millones de personas, la cuarta parte de su población, por una idea. Una idea loca, perversa, desquiciada. Una idea tristemente conocida. Y yo me pregunto: ¿estamos nosotros a salvo de maltratarnos por una idea?
Hace falta valentía para contar una historia de horror como esta. Coraje para sacar los recuerdos de su baúl y enfrentarse de nuevo a los gritos, al hambre y al infierno.
Hace falta valentía para hablar y escribir esta historia. Mi admiración por Denise Affonço y su relato. Lo fácil es callarse.
Hace falta valentía para contar una historia de horror como esta. Coraje para sacar los recuerdos de su baúl y enfrentarse de nuevo a los gritos, al hambre y al infierno.
Hace falta valentía para hablar y escribir esta historia. Mi admiración por Denise Affonço y su relato. Lo fácil es callarse.
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