Los vikingos están de moda. Una serie de éxito cuenta, de forma muy libre, la vida de Ragnar Lodbrok, un héroe semi legendario del que no se sabe gran cosa, aparte de que dedicó su vida a saquear las costas de Inglaterra y Francia, tener hijos con guerreras descendientes de dioses y aterrorizar con los relatos de sus hazañas las noches de muchas generaciones de niños cristianos con miedo a la oscuridad. La serie cuenta con actores escandalosamente guapos, va por su cuarta temporada y tiene la virtud de profundizar en la vida cotidiana de los vikingos con el fin de despojarlos de esa fama de rubios-salvajes-barbudos-sedientos de sangre con la que nos los han pintado siempre a casi todos los que hemos nacido al sur de Escandinavia.
Me gustan los vikingos. Me gusta verlos administrar justicia en sus tribunales populares, primitivos, con códigos intuitivos que me parecen siempre más justos y saludables que sus contemporáneos cristianos, supeditados al poder de una nobleza legitimada por un dios inaccesible. Me gustan sus dioses, también, Thor, Odín, Loki, seres poderosos y temibles pero también interpretables desde múltiples puntos de vista. Sin libros sagrados, sin miedo constante al castigo, sin penitencias, sin símbolos que representan debilidad, miedo y tortura.
Me gustan tanto los vikingos que estoy pensando seriamente convertirme en uno. Y lo mejor es que ya he encontrado manual para aprender todo lo que necesito saber sobre salir de expedición por el Atlántico norte hacia costas desconocidas, sentir la adrenalina del combate hirviendo en mis venas, saquear tesoros escondidos, quemar monasterios, recibir fortunas de grandes señores cristianos por no atacar sus miserables tierras y convertirme en un guerrero famoso en todo el mundo conocido. Bueno, algo así.
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