Leo un libro sobre una ruta a pie por los Apeninos. Me imagino los pinos, los bosques, los crujidos que provocan los animalillos en la maleza, el calor (aunque no recuerdo que el autor precise la época del año), veo el caracol que intenta cruzar imprudentemente el camino, toco su caparazón. Veo todo eso. Es decir, me lo imagino. Como nunca he estado en los Apeninos y cuando los crucé lo hice por los túneles de la autopista que va de Florencia a Bolonia, sustituyo sus bosques y su realidad por bosques y realidades similares que con los años he ido almacenando en mi memoria. Cambio los restos de la Via Flaminia por los restos de la calzada romana que más conozco, la que parte de Cercedilla; cambio aquellos pinos por los pinos de la Sierra de Guadarrama, o quizá los de Menorca, por aproximarme un poco más a Italia; rebusco en la galería de fotos y sensaciones de mi memoria para imaginar lo que estoy leyendo y así, poder verlo. Y lo hago, reconstruyendo el libro a mi manera. En el fondo, inventándomelo. Así, mi lectura de la ruta a pie por los Apeninos nada tiene que ver con la tuya, lector de este blog, porque tu galería de recuerdos es otra. Ni, por supuesto, con la del autor, que sí que ha estado en los Apeninos, y además ha vivido el viaje antes de contarlo.
Leer es crear. Es inventar. Es trasladar a nuestra realidad una realidad que, en buena medida, nos resulta totalmente desconocida. O mejor, sustituir esa realidad desconocida por nuestra propia experiencia.
¿Qué vemos cuando leemos?
¿Vemos las facciones de Anna Karenina? Tolstoi nos habla de manos delgadas, de elegancia en los gestos, de impulsividad. ¿Cómo es un rostro elegante, impulsivo y de manos delgadas?
Aunque pensemos que sí vemos las facciones de Anna Karenina, en realidad no es así. Vemos una idea, un concepto construido en nuestra percepción mediante datos imprecisos: manos delgadas, elegancia, impulsividad. Anna Karenina es una abstracción, reducimos el personaje a un símbolo en nuestra cabeza (un símbolo que se va transformando a medida que vamos avanzando en la lectura y añadiendo información) para hacerlo comprensible.
A casi nadie le gusta una película basada en un libro que ya ha leído. La ambientación, y sobre todo los actores, a menudo traicionan la idea que nos habíamos hecho de ellos. Y la traicionan no porque sean en sí mismos inexactos o poco fieles al original, sino porque nuestra lectura del libro los había convertido en nuestros. Al leer, nos apropiamos de la historia. Los Apeninos del autor son mi Sierra de Guadarrama, y no quiero que me la quiten. El rostro de Anna Karenina es una nebulosa en mi cabeza, un concepto casi abstracto que difícilmente podré materializarlo en unas facciones concretas, sin embargo sí sé que no puede ser el rostro de Keira Knightley, por mucho que me guste la película.
Sobre estos temas, y muchos otros relacionados con lo que significa ese cotidiano acto de leer, trata este libro. Meterse en él es como mirarse hacia dentro y analizar qué hacemos cuando leemos. A simple vista, parece que poca cosa. Pero observado de cerca, con el microscopio que nos facilita la argumentación escrita y visual de Peter Mendelsund, los engranajes mentales que se ponen en marcha cuando leemos son verdaderamente fascinantes.
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