Son miles. Decenas de miles. Desperdigados, desaparecidos, bajo tierra. Piel deshecha, huesos, jirones de ropa. Amontonados, anónimos, testigos de una crueldad innombrable ya para siempre enmudecidos. Son bocas abiertas en gritos silenciosos, carne agujereada, cuerpos rotos. Son la vergüenza que hace girar la cara a los asesinos que permanecen impunes y el llanto de un pueblo que quiere saber. ¿Cómo murieron? ¿Quién los mató? ¿Dónde están sus huesos? Tres preguntas necesarias para tratar de liberarse del terror, para empezar a asumir un dolor que la ignorancia vuelve inasumible. Tres preguntas que exigen respuesta para que el pasado no vuelva todos los días con sus pesadillas y su angustia en el estómago a torturarlos, para dejar de sufrir a cada instante la agonía de sus hijos, padres y hermanos en su propia piel.
Prijedor, Bosnia. Un centro cultural. Una sala grande, destinada a representaciones teatrales, de la que han desalojado las butacas. Abren todos los jueves, puede entrar cualquiera. Prendas desparejadas por el suelo. Harapos etiquetados. Hay una madre colocando la ropa de su hijo para que esté presentable. "Éste es Edvin, dice, como si nos estuviera presentando a alguien". Son piezas de un puzle humano que la doctora forense Ewa Klonowski lleva más de una década tratando de ensamblar. Provienen de fosas comunes cuyos cuerpos, con la ayuda de la Comisión Internacional sobre Personas Desaparecidas, están siendo exhumados, reagrupados e identificados mediante análisis de ADN. Para la doctora, que ha exhumado ya más de dos mil cuerpos, los huesos no son más que huesos y los muertos le hablan en un lenguaje estrictamente anatómico. Pero no sucede lo mismo para los familiares, con los que trata a diario, a los que consulta, con los que habla y come. A veces, cuando los huesos son los de un niño y su padre espera que ella le confirme si es su hijo o no, su trabajo se vuelve insoportable. Si le preguntan por qué lo hace, por qué se enfrenta a ese horror, responde que no sabe. "Need to do something good". Como si ella sola quisiera reparar de alguna forma el daño causado por otros. "O quizá es que estoy loca", dice sonriendo. "I'm crazy".
¿Cuánto tiempo se puede echar de menos a una persona que sabes que nunca volverá? Frente al miedo a saber, siempre vence la necesidad de saber. "Sin huesos no hay duelo, así no se puede vivir". ¿Y cómo vivir después de tanto odio y tanta muerte? ¿Cómo pueden los asesinos volver a sus trabajos y mirar a los ojos a los familiares de las víctimas como si no hubiera pasado nada, escudándose en el deber cumplido, en las órdenes recibidas?
La convivencia es un hilo roto por la guerra que el odio no permite reparar, y entre otras cosas, este libro cuenta, con una economía de medios elocuente y magistral, cómo la labor de identificación de los desaparecidos es una acción necesaria para restituir la memoria histórica del pasado reciente y empezar a cerrar las heridas provocadas por la barbarie.
Poner un nombre y un apellido a cada ser humano asesinado es, ante todo, un acto de justicia, pública y privada. Ojalá en otros lugares, otros países, tuvieran la misma voluntad de saber, de reabrir los horrores del pasado para intentar cerrar las heridas del presente de una vez por todas.
"- Otra vez, mamá, me dice mi hijo. Otra vez rechinabas los dientes por la noche.
- ¿Otra vez? Lo siento.
- Como si masticaras piedras.
Me tomo el café, abro la ventana, miro.
El mundo existe."
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