lunes, 27 de abril de 2015

LO CONTRARIO DE LA SOLEDAD

No tenemos una palabra que designe lo contrario de la soledad pero, si la hubiera, definiría lo que yo quiero en la vida.

Escritora, actriz y activista, Marina Keegan llevaba siempre consigo una libreta en la que no paraba de escribir las ideas que el mundo a su alrededor hacía germinar sin cesar en su cabeza. Entre otras cosas, llevaba una lista de "cosas de interés". Con 22 años había llenado 32 páginas A4 de cosas de interés.

Esto me hace pensar inmediatamente en gente que conozco o he conocido. Gente que encuentra la vida anodina y aburrida, que no sabe qué hacer cuando llega a casa del trabajo. Gente que prefiere el sofá de su salón durante un puente soleado a viajar con su pareja a una ciudad extranjera, gente que no se atreve con lo desconocido, que lo teme y acaba rechazándolo para proteger el previsible y confortable reducto de su ignorancia, gente que siempre encontrará un motivo para no dar un paso más, para no salirse de sus normas, para no atreverse con lo que podría escapar a su control. Gente que podría pasearse un día entero por su ciudad con una libreta y no tener absolutamente nada que apuntar en su lista de "cosas de interés".

Las cosas que interesaban a Marina Keegan eran de lo más variopintas: la elegancia de un camarero al mover las manos, el color o la forma de los ojos de un taxista, conductas extrañas de la gente por la calle o una forma original de expresar un sentimiento sacada de un anuncio publicitario en el metro. Instantes que, filtrados por su inteligencia y su sensibilidad, llenaban las horas de su vida de hechos extraordinarios y que luego ella usaba en sus relatos y artículos para definir su estilo y su voz.

Su voz. 
En la introducción, su profesora de Yale, Anne Fadiman, hace hincapié en esto. Marina Keegan poseía una voz propia. Lo normal es que con 21 años los estudiantes aún estén buscando su voz (muchos escritores se pasan la vida buscándola sin éxito). Para ello adoptan voces ajenas, tonos más maduros de escritores que admiran y que acaban bailando desmadejados en sus textos como una americana de talla XL sobre unos hombros escuálidos, o ese uso abusivo del yo, heredado de los diarios de adolescencia, con el que intentan ser sinceros y auténticos y que no pasa de ser una forma de evacuar su exceso de resentimiento hacia un mundo que creen que no les valora. Adoptan tonos ajenos porque se dan cuenta de que el propio es insuficiente.
Parece que Marina Keegan no. Marina Keegan tenía 21 años y sonaba exactamente a ella misma. A una chica joven, valiente y precisa que había entendido que había pocos temas más interesantes que la posibilidad de vivir su vida desde una mente joven, insegura, permanentemente asombrada, frustrada y esperanzada.

En la librería, que es un excelente escaparate de todo tipo de ejemplos de seres humanos, observo que a veces a una persona le falta una chispa, ser capaz de desprenderse de esa diminuta reticencia, para ser exactamente la persona que promete, la persona que, en realidad, es.
Me paso el tiempo buscando lo auténtico fuera de mí, en las películas, en los libros, en las personas, y pienso que lo auténtico debería ser aquello que nos pertenece y nos define, que no nos hemos traído de otras personas, que no se traduce en copias inevitablemente forzadas o que nos hemos apropiado con tal maestría que hemos convertido en nuestras por derecho propio.
Me encanta cuando alguien no me recuerda a nadie, cuando a la pregunta ¿a quién se parece tal persona? puedo responder: se parece increíblemente a sí misma.
Según cuentan, Marina Keegan se parecía a sí misma de una manera asombrosa.

Marina Keegan
En su discurso de graduación, texto con el que abre este libro, Marina Keegan realizó toda una declaración de intenciones. Es un manifiesto vital en el que no puedo no reconocerme. Y, al igual que al leer su lista de cosas de interés me vienen a la cabeza todas esas personas que dejarían sus hojas en blanco, al leer este discurso pienso en toda la gente que se lamenta de las oportunidades perdidas. Gente que al primer contratiempo se desanima o se hunde, que comete un error o la decepcionan o la hieren y piensa automáticamente que ya siempre cometerá el mismo error o la decepcionarán o la herirán en el mismo contexto. Pienso en la gente pasiva, sin iniciativa: los temerosos, los indecisos, los sumisos, los cobardes. 
En su discurso, Marina Keegan defendía que la idea de que es demasiado tarde para hacer cualquier cosa, lo que sea, resulta cómica. A sus compañeros de promoción les dice: somos jóvenes, somos tan jóvenes, que no tenemos derecho a tener miedo al futuro, ni a ignorarlo ni a pretender que no está ahí, esperándonos, al alcance de la mano.

Marina Keegan tenía muchos dones. Uno era el de escribir frases que brillan en la oscuridad y proyectan todo tipo de fantasías. Su relato "Leer en voz alta" comienza así: "Los lunes y miércoles a las cuatro y media, Anna se quita la ropa y lee para Sam." Francamente, da un poco igual saber quiénes son Anna y Sam y el porqué del ritual. Con un inicio como éste, casi ni hace falta seguir leyendo. Más bien lo que apetece es encontrar una Anna o un Sam a quien proponerle poner en práctica tan sugestivo juego. 

Sus textos, ya sean de ficción o de no-ficción, son un homenaje silencioso a los especiales. A los que se empeñan en dejar una huella en los demás mediante la imaginación y la sorpresa. A los que procuran por todos los medios perdurar en la memoria de alguien, aunque sea indirectamente y a largo plazo, como un libro escondido a la espera de que un recuerdo o una mano afortunada lo saque a la luz y lo rescate de las profundidades de una librería laberíntica.

Marina Keegan tenía talento. Y lo sabía. Quería ser querida, por quien era y por lo que era capaz de hacer. Quería reivindicar que formaba parte de los especiales. Y al mismo tiempo se avergonzaba de esta necesidad de reconocimiento. Porque, en el fondo, ¿qué somos? Hay tantísima gente en el mundo, tantísima gente, que considerar que merecemos un asiento en la clase VIP de los especiales es el colmo de la arrogancia. Y sin embargo, casi todo lo que hacemos por y para los demás tiene precisamente ese objetivo: sentirnos únicos y especiales a sus ojos. Nos esforzamos por crear cosas originales, por encontrar la palabra exacta y el regalo que dé en el centro de la emoción del destinatario para buscar atención, admiración y, en última instancia, afecto y amor. Para dejar huella. Porque si no, ¿qué hacemos aquí?

La escritura de Marina Keegan transmite una cercanía desarmante. Es transparente. Sus frases y los giros argumentales son cristales lisos a través de los cuales aparece ella, sin artificios. Leo su libro y tengo la impresión de saber quién es. No necesito buscarla por los laberintos de una prosa elaborada ni intuirla a través de una expresividad agobiante. No. Es ella misma, ahí, muy cerca, mirándome a los ojos justo detrás del cristal de sus palabras.

Es muy difícil, para un escritor, no esconderse detrás de sus palabras. Hay escritores maravillosos cuya literatura no desvela nunca quiénes son. Construyen obras sólidas y compactas, perfectamente coherentes, incluso desgarradoramente íntimas, que no dejan nunca ver a través de sus mecanismos literarios quién se oculta detrás. Quizá esté equivocado y Marina Keegan pensara que se escondía. Pero no me da esa sensación. Sus textos son sinceros, ingenuos, entusiastas. Tienen una voz inconfundible. Y aprecio en ellos ese raro don de la desnudez. Leyéndolos me siento como con esas personas, tan difíciles de encontrar, que te miran a los ojos desde el principio, sin mediar pactos ni confesiones ni interminables noches de amor, y te dicen lo que quieren y lo que sienten con la sinceridad vertiginosa de quien no se arredra ante el abismo de sus propias inseguridades.

Hay un artículo, "Estabilidad en movimiento", en el que habla de la relación de dos años que tuvo con un coche. Fue un regalo de su abuela y estuvo con él desde los dieciséis a los dieciocho. Y la verdad, podría haber estado hablándome de su marca de cereales favorita o de la relación de amor-odio con su lavavajillas, que la habría escuchado como he leído todo su libro: embobado y maravillado ante esa extraña capacidad para convertir algo aparentemente banal en una historia subyugante.
Marina Keegan es la persona que uno desearía tener siempre cerca, al otro lado de un ordenador o de unas cañas para aprender a transformar un concepto simplísimo en algo trenzado, complejo y a la vez hermoso.

No tenemos una palabra que designe lo contrario de la soledad, pero, si la hubiera, definiría lo que yo quiero en la vida. 

Marina pronunció su discurso de graduación el 21 de mayo de 2012.
Cinco días después murió en un accidente de coche.


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