Hace tiempo que procuro mantener en el mostrador una parte de la colección llamada Pequeños placeres de la editorial Ediciones Invisibles. Ya no es solo porque la gente no puede resistirse al reclamo de sus cubiertas preciosas y su pequeño formato, sino porque sencillamente me encanta que estas ediciones tan bonitas me den los buenos días todos los días cuando entro en la librería. Son libros breves atemporales escritos la mayoría a finales del siglo XIX o en la primera mitad del siglo XX que todavía nos interpelan por muy diversos motivos. Después de disfrutar hace años de ese caramelito que es Una villa en Florencia, he vuelto a Somerset Maugham con esta pequeña novela publicada a principios de este año en esta colección y ambientada en el otro lado del mundo, en una isla perdida del Pacífico.
Obligados a hacer una escala imprevista en la isla de Pago Pago, dos matrimonios contemplan aturdidos una lluvia incesante que, día tras día, ensombrece el paisaje y el ánimo de todos. Una lluvia «despiadada y en cierto modo espantosa; se apreciaba en ella la malevolencia de las fuerzas primitivas de la naturaleza». Se han conocido en el barco y han entablado una amistad circunstancial inducida por la censura moral de las conductas ajenas, más que por la afinidad de sus gustos. El doctor Macphail no termina de hacer buenas migas con el misionero Davidson, pero no hay mucho más que hacer mientras la lluvia arrecia, así que juntos contemplan el paisaje y toman nota severa de las conductas de las personas que los rodean. En especial, de una señorita sin acompañante que ha desembarcado con ellos, se aloja en el mismo hotel y luce un aspecto y unos andares digamos que demasiado desinhibidos.
La prosa de Somerset Maugham me parece de una fluidez hipnótica. Sin darte cuenta ha pasado una hora y ya estás en la penúltima página, al borde del asiento y con el corazón en un puño. Y todo ello sin descuidar su elegancia natural y una sencillez de estilo que oculta varias capas de lectura, si uno quiere mirar más allá de la superficie. Como en Pago Pago, no solo es agua lo que ensombrece el paisaje y el ánimo. La moral y sus retorcidos tentáculos pueden empezar como mero entretenimiento en la cubierta de un barco, con dos caballeros reprobando a placer las conductas ajenas, y terminar de una manera totalmente imprevisible.
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