El autor de este pequeño ensayo, Meir Margalit, se siente exiliado en su propio país. Jerusalén ya no es un hogar, es una ciudad hostil, dominada por las facciones más ortodoxas y conservadoras de Israel. No es la primera vez que leo sobre esta sensación de exilio interior en Israel desde el 7 de octubre de 2023 e incluso antes. Me recuerda a aquel exilio interior de los poetas españoles durante la posguerra, esa generación que compartió la sensación opresiva de escribir a contracorriente de todo, expulsados de una sociedad que había descarrilado de la cordura para adentrarse en la represión y la violencia. Margalit lo define como un eclipse, en un arranque de optimismo que le honra. Los eclipses siempre son temporales y, tras la oscuridad, siempre vuelve la luz. Ojalá tenga razón.
Recuerdo una conversación sobre el nazismo y los alemanes con una antigua novia que tuve. Ella sostenía que los nazis eran la encarnación del mal. Eran monstruos. Y que aquello no podría volver a ocurrir. Yo le decía que eran mucho peor que monstruos: eran seres humanos normales y corrientes. Banales, incluso. Y que su banalidad los hacía más peligrosos, porque es una condición humana que en alguna medida casi todos compartimos. Recuerdo cómo se indignó con aquello. Para alivio secreto de los dos, no acabó nada bien. Ni la conversación ni aquella historia. Pero me ha venido a la mente ahora al leer las palabras de Meir Margalit sobre Israel y ver la vigencia que sigue teniendo el pensamiento de Hannah Arendt respecto a la banalidad del mal y la condición humana. Planificar y ejecutar un genocidio no es trabajo de monstruos ni de ninguna encarnación del mal. La historia y la actualidad nos demuestran que cualquier persona banal con poder puede llevarlo a cabo.
Me ha interesado especialmente la descripción que hace Meir Margalit de la sociedad israelí desde dentro. Cómo han vivido durante los últimos años la deriva autoritaria de sus gobiernos y qué opinan del ataque de Hamás el 7 de octubre y la respuesta israelí sobre la población palestina, especialmente en Gaza. Cómo la polarización ha llegado a un punto en que no sería descabellado pensar que Israel pudiera en un futuro fracturarse en dos entidades estatales diferentes: un estado judío con capital en Jerusalén y un estado laico con capital en Tel Aviv. La religión como línea divisoria entre dos segmentos de la población que cada vez tienen menos cosas en común (aunque siguen compartiendo la percepción de los palestinos como los otros o, directamente, como los enemigos. No hay nada como la creación de un enemigo para mantener cierta sensación de pertenencia).
No dejan de atraerme e impactarme los libros y las noticias que leo sobre Israel. Un país cada vez más atenazado por las certezas nacionalistas y divinas, que fía su identidad y hasta su supervivencia en el enfrentamiento y la aniquilación de un enemigo que nunca va a desaparecer. Piensan que el enemigo son los palestinos, pero en realidad lo que amenaza la existencia de Israel es la concepción mesiánica, militarista y excluyente de su identidad como pueblo. «El pueblo que a lo largo de su historia diaspórica fue conocido como "el pueblo del libro", al establecer su propio Estado se transformó en el "pueblo del cañón"». Quizá ahí esté el problema irresoluble: el enemigo no está fuera, está dentro de la idea que tienen de sí mismos.
No hay comentarios:
Publicar un comentario