El 20 de noviembre de 1936 fue fusilado en Alicante José Antonio Primo de Rivera. Durante dos años, el bando nacional ocultó su muerte y se le tuvo por ausente, dando alas a todo tipo de teorías sobre su paradero. En noviembre de 1939 se trasladó su cuerpo desde Alicante hasta El Escorial a hombros de voluntarios falangistas. Fue un cortejo fúnebre de diez días con antorchas y toda la parafernalia litúrgica con la que el régimen franquista quiso escenificar un homenaje místico a la figura política que, a pesar de no haber obtenido apenas apoyo electoral antes de la guerra, más pasiones suscitaba entre sus filas. A partir de ese momento, José Antonio pasó a estar presente, y así se gritaba exaltadamente por todo el país. Paco Cerdà ha recreado con una literatura apasionada esa presencia del jefe de Falange, un hombre que, aun muerto, era capaz de magnetizar a todo un país, enmarcándola con otras presencias de personas más o menos conocidas que ayudan a entender ese momento histórico de inflexión en la historia de España.
Presencias como la de un tal Miguel en la cárcel escribiéndole a una tal Josefina versos sobre una cebolla y sobre que nunca se dejaría atar el alma. Presencias como la de una Muchacha sin nombre de catorce años embarazada por una violación con dos posibles culpables, y, ante la duda del instructor del caso, con ninguno. Presencias como la de una tal Pilar, descrita en seis páginas de literatura bellísima y arrebatada, que un día de 1939 leyó que su amor secreto, el gran poeta, ya no recordaría nunca más sus días azules de la infancia. Presencias como la de otra Pilar, ambiciosa y revolucionaria, que en pocos años convirtió una sección de siete mujeres de un partido político irrelevante en la organización femenina de masas más grande e influyente de la historia de España, capaz de modelar y someter la mente de varias generaciones de mujeres. Presencias que sangran como acaba de sangrar el país, que corren paralelas a la del «cadáver que marcha con sus escuadras azules por las venas abiertas de España».
El objetivo no era trasladar un cadáver, dar reposo definitivo a un cuerpo, sino «dejar erigida una doctrina». Levantar un monumento simbólico al nuevo régimen, con el fin de comenzar la evangelización de España en la fe falangista. No bastaba con haber vencido: ahora tocaba convencer. Y cualquier medio era lícito. Ya lo había dicho el santo José Antonio: ejercer la violencia nunca sería un problema.
Con su excepcional literatura arrebatada, este libro podría ser el reverso tenebroso de lo reflejado en el luminoso 14 de abril. Ambos con sus grises. Pero mientras aquel día de primavera prometía ser el inicio de un camino esperanzador, aquí la sombra de la muerte, de la amenaza y del miedo es alargada. Tan alargada que duró casi cuarenta años. Y, tristemente, aún no nos hemos deshecho de ella.
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