lunes, 14 de octubre de 2024

ESTE MUNDO CIEGO

Recuerdo el contraste entre la crudeza y el lirismo de la anterior novela que leí de Jesmyn Ward, La canción de los vivos y los muertos. El impacto emocional que me provocó. Coincidimos P. y yo, creo, que era de las mejores novelas que habíamos leído nunca, y que era casi imposible de recomendar. ¿Cómo hacerse responsable de una historia así? A caballo entre el mito y la realidad, entre lo onírico y la más terrible lucidez, su nueva novela transita por caminos parecidos, en este caso en la época de la esclavitud en el sur de los Estados Unidos. Por momentos me ha recordado a El ferrocarril subterráneo, de Colson Whitehead, otro referente de la lucha por denunciar el racismo estadounidense desde una literatura lírica y personalísima. Pero creo que Ward va más allá todavía y aporta una mirada femenina excepcional y poderosísima. 

«Este amplio infierno ahogado en llanto. La hilera se mueve bruscamente. Los hombres empiezan a avanzar por el camino, torpes con sus cadenas. Algunas mujeres gritan, asustadas, cuando iniciamos la marcha. Pateo el suelo como patearía al amo si alguna vez, alguna vez, tuviera la oportunidad, y me aparto del hombre que me dio el color mestizo de mi piel. Escupo y maldigo el suelo del hombre que nos vende a Safi y a mí por haber recobrado una pizca de la vida que nos había robado. Al hombre que violó y vendió a mi madre». 

Las historias y los recuerdos son lo único que mantienen a la protagonista en pie. Historias de los vivos, historias de los muertos, historias de los que vagan en la penumbra y descienden peldaño a peldaño las escaleras de este mundo ciego. Historias de hombres y mujeres que cargan con los enormes fardos de su tristeza, que «miran su derrota a través de un horizonte invisible». 

«Te marcan. Te marcan con la flor de lis en la cara para que todos, para que cada persona que te vea sepa que huiste y te atraparon. Te ponen cadenas en los pies, te hacen andar con brazaletes de acero hasta que se convierten en tu piel. Te ponen collares, collares de metal que te muerden el cuello, que te hacen pequeñas gargantillas de llagas. Y eso si no te disparan, si no te ahorcan, si no te degüellan porque tuviste el descaro de reclamar tu vida». 

De esta novela me quedo con su sensibilidad abrumadora. Con su escritura en carne viva, que sabe acariciar y desgarrar en un mismo gesto. Con su capacidad para ver más allá de lo aparente, para penetrar en el interior de las emociones y bucear por sus recovecos. Siempre más allá de la realidad que ven los demás, como su protagonista, que ve en el agua ondulaciones que nadie más ve, que escucha lo que otros no oyen, que sabe que la realidad siempre puede ser algo más que lo que los demás dicen que es. Me quedo con la capacidad de resistencia de esas mujeres «que se arrastran por el suelo buscando, buscando incluso en sueños algo parecido a un cuerpo amable, a una voz suave, a una mano que se alce y diga: levántate, levántate y ven, tengo un lugar para ti». 

Porque en el centro del sufrimiento se esconde siempre la veta intocable en la que late encapsulada la esperanza. «Una veta que se abriría paso hasta florecer». 





No hay comentarios:

Publicar un comentario