jueves, 5 de septiembre de 2024

LOS SILENCIOS DE LA LIBERTAD

La tiranía es una forma de vida muy extendida. O, mejor dicho, la falta de democracia. En España y en todo el mundo. Y empieza, como empiezan casi todas las cosas, en la intimidad de cada casa. No conozco ninguna familia que aplique una democracia real en sus relaciones personales. Todas se basan, o bien en una lucha amarga y constante entre quienes desean tener influencia y ostentar el poder, o en una desigualdad normalizada, una dominación implícita y aceptada de una persona sobre el resto. Tan implícita y aceptada que ni siquiera la perciben. Estamos tan acostumbrados a vivir de esa forma, tan acostumbrados a aceptar que una persona ejerza más poder que otras, que la falta de democracia solo nos llama la atención cuando se nos impide votar cada cuatro años. Como si votar cada cuatro años fuera algo más que elegir ensalada o pasta de primero. Mientras votemos, mientras sigamos creyendo que tenemos opciones y voz, en realidad los que tienen poder pueden seguir ejerciéndolo sin que reaccionemos. En las familias y en la política. 

La cultura democrática debería empezar siempre en casa, y exige un trabajo constante y para siempre. Lo fácil es gobernar a los demás o dejarse gobernar. Lo difícil: buscar consenso, negociar y actuar siempre desde una responsabilidad compartida. 

Este ensayo de Guillermo Altares hace un recorrido por algunos momentos clave de la historia europea en los que distintos pueblos tuvieron libertades y las perdieron. Desde la Atenas de Pericles hasta el República de Weimar, pasando por la Revolución Francesa o el Trieno Liberal, la búsqueda de libertad ha sido un motor constante en Europa, siempre saboteado por una represión despiadada. Y el hecho de que en España hayamos vivido en relativa paz durante los últimos cincuenta años no debería hacernos perder de vista que las libertades democráticas que nos hemos dado no tienen por qué ser para siempre. Nunca debemos darlas por hecho. Defenderlas es un deber constante. Y mirar al pasado nos ayuda a entender lo frágiles que son. 

En 1914 nadie concebía que Europa pudiera entrar en una guerra de grandes dimensiones. Los desfiles entusiastas proyectaban una campaña corta, de dos o tres meses, y una paz definitiva para el invierno. Así había sido la anterior guerra, en 1870, entre Francia y Prusia, y no quedaba nadie vivo para recordar los horrores de las campañas napoleónicas, un siglo antes. La gente estaba acostumbrada a la paz. A la prosperidad. A una dulce decadencia cultural sin sobresaltos. Igual que nadie se esperaba una guerra en el corazón de Europa en los años noventa, ni un genocidio a menos de cuatrocientos kilómetros de Italia. O una guerra de desgaste en Ucrania a la vez que otro genocidio en Gaza en 2024. 

Es muy fácil acostumbrarse a la paz y a la libertad y pensar en las guerras y en las dictaduras como transitorios episodios de locura colectiva que, afortunadamente, duran poco. Así nos hemos educado la mayoría de mi generación. Pero, por mucho consuelo y serenidad que esta idea nos proporcione, no se ajusta realmente a la historia de nuestro país ni a la situación actual de muchos países. Y puede volvernos más vulnerables a los intentos de grupos de extrema derecha de socavar nuestras libertades desde dentro, como de hecho ya ha sucedido en Polonia o Hungría, y puede suceder en cualquier lugar donde triunfe el modelo de democracia iliberal. Un modelo en el que la gente vota como siempre, pero en el que los que ostentan el poder se encargan de mantenerse en él a toda costa, respaldados por ideologías reaccionarias, por el bien de su pueblo. Como sucede en tantas y tantas familias en todo el mundo, donde todos hablan pero en realidad quien elige e influye es siempre la misma persona. 

Guillermo Altares describe «cómo las dictaduras afectan a personas concretas —a cada uno de nosotros, en cierta medida—, cómo se convierten en telas de araña en las que millones de seres humanos quedan atrapados, y cómo empiezan y qué ocurre cuando se terminan. Es importante recordar que representan un sistema de poder que nunca nos resultará ajeno, del que jamás podremos permanecer al margen, aunque pensemos que sí, pero también que, por muy eficaces y salvajes que sean, se puede acabar con ellas. O no. O pueden volver a empezar cuando menos podamos imaginarlo». 

Las dictaduras (políticas y familiares) aspiran a modificar el pensamiento. Se inmiscuyen en las conciencias. Al pretender imponer su ideología en todos y cada uno de los aspectos de la vida cotidiana, no solo desean una población sumisa, sino que aspiran a una población fiel y colaboradora, una población adherida a su ideología y convencida de sus bondades. Una población incapaz de rebelarse porque ha interiorizado que ya forma parte de la comunidad creada, ya tiene arraigado el sentido de pertenencia fuera del cual solo hay un exilio de parias y vergüenza en el que no se puede vivir. Una población desposeída de sus secretos, de su vida privada, de sus discrepancias, de su libertad para disentir o tener una opinión propia. Desposeída de su derecho a decir no y reivindicar otras opciones de vida. 

Este es un ensayo de historia política que mira al pasado para señalar el futuro. La democracia, como cualquier práctica de buen trato, requiere de un ejercicio y de una voluntad que hay que cultivar cada día. 




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