Una de las capacidades de la buena literatura es conseguir que empaticemos con situaciones y personajes muy alejados de nuestra realidad. Pero otra, que todavía aprecio más, es la de exponer ante nuestros ojos ideas que siempre habíamos intuido pero que nunca habíamos conseguido transformar en palabras. A veces leemos un libro y notamos cómo una frase nos desenreda un caos de hilos enmarañados que teníamos dentro, nos limpia una visión empañada, y decimos, alborozados: ahí, ahí estoy yo, eso es lo que siempre he pensado y nunca he conseguido expresar.
La nueva novela de Piedad Bonnett ha conseguido conmigo las dos cosas con una facilidad asombrosa: me ha acercado a la piel misma una realidad muy alejada de la mía y, con frases sencillas y luminosas, me ha abierto los ojos a ideas que hasta ahora no eran más que embriones confusos en mi cabeza. Esta historia me ha llegado muy adentro. Y no porque tenga un relieve especial: no sucede nada especialmente extraordinario, pero convierte la vida cotidiana, con sus pequeños y grandes accidentes, en una aventura hecha de palabras que desarman.
Las palabras derrotan el vacío, dice un personaje. Crean un vínculo y sostienen y refuerzan el que existe. Contra el silencio, arman un castillo frágil de afectos que desafía el abatimiento del paso del tiempo. Cuando en una familia no hay costumbre de tocarse, una caricia puede provocar un terremoto.
Cuando el silencio es la norma, una palabra puede hacer que un desierto florezca.
Esta es una historia de hombres avergonzados de mostrar sus debilidades y de mujeres que ven la emoción como una grieta en el suelo que podría derrumbar toda una vida apuntalada por la contención afectiva. Parejas que se quieren, aunque "quién sabe qué es querer cuando se lleva tanto tiempo juntos". Un hábito, una inercia. Una realidad despojada de las palabras que la construyen. Decir quiero a mi mujer se vuelve tan redundante como decir tengo un brazo. La persona con la que has compartido tu vida es una presencia tan natural como una parte de tu cuerpo. Separarte de ella, algo tan inconcebible como amputarte un pedazo de ti mismo. Y esa pertenencia ciega lo da todo por hecho.
Esta es una historia de mujeres que se van haciendo mayores y notan que su vida se les va rompiendo poco a poco. De manera imperceptible. Lo que ayer era certeza, hoy es duda. La vida se ha vuelto una madera que ha perdido su barniz, su capa protectora hecha de seguridades y afectos perdurables. Una madera que se astilla y, a veces, en ciertas horas de la madrugada, se hace pedazos. Y qué hacer con ellos.
Dentro del color melancólico de esta historia, escrita con una prosa delicada y exquisita, sencilla y precisa, brilla un núcleo de ternura. Un reclamo de bondad para protegernos de este mundo en el que tan a menudo predominan la aspereza, la desconfianza y la violencia.
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