Hace unos diez años leí aquella maravilla titulada El factor humano, de John Carlin (de la que luego Clint Eatswood hizo una gran película con Matt Damon y Morgan Freeman). Me impactó. Me impactó muchísimo. Me enseñó que la política, el deporte y la ideología no tienen ningún sentido si no es a través de su factor humano. Que lo urgente y lo imprescindible consiste siempre en borrar las ideas y los cálculos para ver a las personas detrás de cualquier decisión, de cualquier empresa. Nelson Mandela, con todas sus contradicciones, es un ejemplo, para mí, de hasta qué punto la capacidad de perdonar y de seducir al adversario puede sanar y unir a una comunidad herida por el odio y la violencia.
Aquel libro trataba la liberación de Mandela y sus primeros años como presidente a través de una historia de rugby. Me gustó mucho cómo Mandela convirtió el deporte nacional, un deporte de blancos jugado por blancos, en un símbolo que pudiera hermanar a todos los sudafricanos. El rugby, sospecho, no era más que una excusa. Cualquier cosa que pudiera resultar útil para combatir el odio racial debía ser aprovechada.
En este cómic, John Carlin retoma aquellos años pero bajo un prisma diferente. Mientras que en El factor humano el rugby era el motor de la historia, aquí el eje es la relación que tuvieron Mandela y el general Constand Viljoen, un militar reverenciado por los más fervientes defensores del apartheid. Este general lideró un movimiento armado, de estética e inspiración inquietantemente nazi, que defendía la necesidad de una sudáfrica exclusivamente blanca y que a punto estuvo de provocar una guerra civil.
A principios de los años noventa, Sudáfrica era un país inestable. El odio racial, alimentado por cincuenta años de violencia institucionalizada, había cristalizado en la amenaza de una guerra civil. Mandela comprendió que el peligro consistía en que los blancos, tal y como decían sus proclamas, siguieran pensando que los negros eran unos perros rabiosos, sedientos de venganza, que querían acabar con todos ellos. Para combatir esa idea, se le ocurrió hacer lo que ya le había funcionado otras veces: invitar a Constand Viljoen a tomar el té. Y, de nuevo, ocurrió el milagro. Viljoen descubrió que ese hombre, tras pasar más de treinta años encerrado en una cárcel por culpa de sus ideas, no sólo no estaba sediento de venganza, sino que ofrecía una sonrisa, una inteligencia despierta y las manos abiertas al líder de los que lo querrían muerto, con el objetivo de salvar a su país, el país de los dos, de un baño de sangre.
Este cómic cuenta esta historia con unas ilustraciones veloces y directas, de trazo afilado y pocos colores. Retrata en pocas páginas aquel momento decisivo, y esa extraordinaria capacidad de Mandela para desactivar el odio con la seducción de las palabras, que tanta falta nos hace a todos siempre.
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