Tiene mi ánimo
sed de horizontes.
Tiene mi pluma
sed de cantares.
Lleva mi alma
de tierras gélidas
y tropicales.
Hay una risa juvenil en los primeros poemas de Concha Méndez. Una risa que invita a cerrar los ojos y dejarse bailar por música de swing. Una risa que dice déjate llevar, déjate llenar por lo que te invada en cada momento, y si hace falta liberarte de unas reglas, unos padres y un destino, libérate y rompe con todo. Es el deseo de toda mujer joven que albergue un espíritu inquieto: ensanchar su mundo, hacerlo suyo. Muchas lo ponen por escrito y lo convierten en sueño. Pocas se atreven a bajarlo a la realidad y ponerlo en práctica. Concha Méndez fue una de ellas.
De piedra siento el silencio
sobre mi cuerpo y mi alma.
No sé qué hacer bajo el peso
de esta losa.
Tendida estoy a la noche
-árbol de sombra sin ramas-.
Parece el tiempo dormido,
parece que no soy yo
quien está a solas conmigo.
Luego llegaron los años treinta, con proyectos y viajes y la sombra de una guerra que desbarató sueños, proyectos y una carrera literaria. El silencio del exilio se impuso. Un silencio que parecía un paréntesis pero que se prolongaría y prolongaría hasta convertirse en su vida. El swing se fue apagando, primero en Cuba y luego en México, y las ausencias convirtieron aquellas melodías ruidosas en notas íntimas, calladas, que su ánimo aun así sostenía.
No vengas, muerte, todavía,
que aún tengo que tejer la larga escala
que ha de subirme allá donde deseo.
Vine para algo más que pasar como sombra.
dentro de mí una luz quiere salir afuera.
No vengas todavía, dale tiempo a mi tiempo.
Trasplantada a la fuerza en otro continente, sacudida por el olvido, la separación y la muerte, la raíz de su poesía seguía viva. Aquella sed de horizontes y aquellos acordes seguían resonando en su interior, ecos imborrables de aquellos locos años veinte en los que Lorca, Alberti y Neruda le daban sus versos para que ella los cuidara y los lanzara al mundo.
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