
Este libro delicioso sobre los viajeros por Italia y Grecia desde el siglo XVIII hasta hoy en día habla de Goethe, por supuesto. Pero también de Dickens y sus estampas, de Keats y Shelley y de Henry James y sus aristócratas americanos en Italia. Le dedica un capítulo maravilloso a Axel Munthe, autor de la célebre Historia de San Michele, il dottore sueco enamorado de Italia que siempre tenía una palabra amable y nunca cobraba a los pobres. Aparece Lord Byron en Grecia, y un poco más tarde Patrick Leigh Fermor y Bruce Chatwin, dos de los mejores escritores de viajes de todos los tiempos, enamorados los dos hasta las trancas de la belleza agreste y primitiva de los paisajes griegos. Stendhal, Henry Miller, Lawrence Durrell o Curzio Malaparte encontraron en Italia y en Grecia sus patrias de elección. Buscaban un ideal antiguo de belleza, algunos huían de un clima o de una moral puritana hostiles a la imaginación y a la libertad, y todos se reconocieron en el sol, en el azul del mar, en el carácter hospitalario de la gente, en su risa, su pasión y su forma hedonista de disfrutar el aquí y el ahora.
Hay algo en los libros de María Belmonte que me crea adicción. Creo que es porque contienen un virus. El virus del viaje. Esas cosquillas en los pies que empiezan a picar al leer sobre excursiones por la costa vasca o caminatas por Corfú y que me dicen: ¿qué haces aquí leyendo? ¡Arriba, que nos vamos a caminar!
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Villa San Michele en Capri, residencia de Axel Munthe |
Peregrinos de la belleza me ha hecho soñar con épocas pasadas, con artistas en busca de aventuras en esos lugares en los que el tiempo tiene una densidad especial. Al contrario de lo que sucede, por ejemplo, en Nueva York, donde el tiempo pasa siempre a toda velocidad y la belleza es efímera y cambiante, propia de una ciudad con ansia de futuro que nunca mira hacia atrás, la belleza mediterránea solidifica los paisajes, los vuelve intemporales, eternos. He olido las aceitunas, la albahaca y el tomillo. Me he dejado mecer por el sonido de las olas del mar rompiendo suavemente contra la roca. Me he acostumbrado al deslumbramiento del blanco cegador de los pueblos costeros y a la belleza hipnotizadora de todo. E incluso, siguiendo la pista de todos aquellos jóvenes aventureros, me he contagiado de su levendiá, esa hermosa palabra griega intraducible que puede definir el valor, la juventud, la salud, el humor, la agilidad, la generosidad, el gusto por el canto y la bebida o "la capacidad de volar como un pájaro en las danzas más rápidas y feroces".
Este libro erudito, entretenidísimo y admirable me ha dado ganas de leer a decenas de autores. De viajar, viajar y viajar por esos "lugares idílicos, campiñas bañadas por el sol y salpicadas de ruinas clásicas en medio de las cuales habitan todavía gentes sencillas que siguen viviendo según los ciclos de la naturaleza". Con él he buscado pueblos, ciudades, templos, bibliografías, fotografías, películas, anécdotas, historias. Me ha ensanchado la mirada a lo que ya conocía y me ha abierto los ojos a lo desconocido.
Al igual que con Los senderos del mar, María Belmonte me ha contagiado el virus del viaje y la belleza. Ya sólo me queda meter el libro en la mochila, como los románticos metían el Viaje a Italia de Goethe, y emprender el camino.
Al igual que con Los senderos del mar, María Belmonte me ha contagiado el virus del viaje y la belleza. Ya sólo me queda meter el libro en la mochila, como los románticos metían el Viaje a Italia de Goethe, y emprender el camino.
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Corfú, isla de residencia de la familia Durrell |
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