jueves, 9 de agosto de 2018

PIONEROS

Este es el primer libro que leo de Willa Cather. En los últimos cinco o seis años, editoriales como Nórdica, Impedimenta y, sobre todo, Alba, han vuelto a traducir buena parte de su obra, de forma que llevo viendo mucho tiempo los libros de Cather en las novedades y en las estanterías, poblando el paisaje de la librería, sin llegar a abrir nunca ninguno, quizá por aquello de que los clásicos están ahí para enriquecer el fondo y cazar con su anzuelo de lo canónico a algún lector respetable, pero no para satisfacer el ansia de lo novedoso que alimenta la mayoría de mis lecturas. 

Error. ¿Cómo podía yo imaginar que en la literatura de esta escritora pudiera esconderse una modernidad tan asombrosa? 

He empezado a rellenar mis lagunas catherianas con esta novela, escogida un poco al azar. ¿Qué sabía yo hace unos días de los pioneros norteamericanos? Pues prácticamente nada. Los asociaba a los indios, a la colonización forzosa, a Kevin Costner en Bailando con lobos y a una vida despiadada por la convivencia con la naturaleza salvaje. Pues bien, Cather no habla ni de indios, ni de colonización, ni de lobos, pero se explaya en la descripción de la vida del campo, con esa brutalidad que convierte a los niños de diez años en adultos recios, resistentes y duros, pero nunca faltos de ternura ni de sueños. Es una novela sobria, veteada de ironía y de una simpatía especial por estos pioneros que, generación tras generación, se hicieron un hueco en el fin del mundo y lo convirtieron en su hogar. A partir de mediados del siglo XIX, sembraron el Medio Oeste americano de diminutos hogares diseminados en la inmensidad de las llanuras azotadas por el viento glacial en invierno y por el calor inmisericorde en verano. 

En la novela aparecen suecos, noruegos, franceses checos y rusos. Gente lenta, veraz e inquebrantable. Con una inocencia que roza la candidez. Sienten un vínculo poderoso con la tierra. La tierra como raíz, como corazón del mundo. Se empeñan, con la fuerza bruta de sus músculos, en vencer la resistencia terca de las tierras salvajes, que se resiste al arado de los hombres. Son seres con imaginación. Disfrutan más de la idea de las cosas que de las cosas mismas, porque han aprendido que todo puede morir y que traspasar los límites siempre tiene una recompensa. Y cuentan con la fuerza y la inteligencia de las mujeres que no sólo trabajan en los campos al lado de los hombres, sino que a menudo son las que poseen las mentes más flexibles para idear nuevas formas de superar las adversidades.

Me ha entusiasmado la protagonista, Alexandra, una mujer que, con catorce años, a la muerte de su padre, toma las riendas de la granja familiar y nunca se deja desanimar por las dudas de sus hermanos mayores, más tozudos y más débiles. Qué entereza y qué templanza demuestra al dirigir los negocios familiares y qué coraje al enfrentarse a sus hermanos en cada paso audaz que da para hacer florecer sus tierras y convertirlas en una apuesta segura de futuro. Se aferra a sus decisiones siguiendo los dictados de su mente y de su corazón, y no de las normas sociales de su época. Pues "en este mundo la gente tiene que aferrarse a la felicidad cuando la encuentra. Siempre es más fácil perderla que encontrarla".

Me ha recordado a Edna Ferner y su maravilloso Así de grande. Es lírico y sencillo. Honesto como las cosas básicas y necesarias para vivir. También, hasta cierto punto, podría ser una Edith Wharton rural, por la descripción de la condición de las mujeres y la profundidad psicológica de los personajes. Y de pronto, violentamente, también me ha hecho pensar en Truman Capote. Por ciertas razones que no puedo contar sin desvelar parte de la trama. 

Algo en esta literatura profunda y sencilla me hace soñar. No sólo me transporta a otro mundo y otra época, sino que me hace vibrar con cosas que desconozco, que probablemente no sentiré nunca. Voilà la magia de la literatura. 


Willa Cather


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