Hay gente que escribe siempre la misma cita en sus redes sociales.
Y hay lectores que leen novelas para buscarse, subrayando frases con un lápiz alborozado que parece decir: ¡mira, mira, aquí están mis sentimientos!
Leer novelas para buscarse me parece una forma de reducir la literatura a su capacidad sanadora. Es como buscar pareja para no sentirse solo. Como si la literatura y la gente tuvieran como único fin aliviar y acompañar nuestro exceso de emociones.
Cuando leemos novelas nos convertimos en otros. Olvidamos por un rato quiénes creemos ser para introducirnos en la cabeza de un personaje, en su emoción o en su lógica. Olvidamos el sofá, la cena y a la suegra y vivimos vidas que jamás serán la nuestra. Diluimos nuestra identidad para poder meternos en la piel de seres extraños o fantásticos, porque si no nos desprendiéramos de buena parte de nosotros mismos, estaríamos leyéndonos siempre hacia adentro, o usando los libros como excusa para encontrarnos en ellos. La maravilla de leer ficción no es reconocerse en un personaje, sino ser capaz de desprenderse tanto de la propia identidad que uno mismo se convierte en ese personaje y siente y piensa y sueña y vive y muere en ese personaje, sin que los sentimientos, los pensamientos, los sueños, la vida o la muerte de ese personaje tengan ningún contacto en ningún momento con los suyos propios.
Cuanto más lejos queda la vida de los personajes de la nuestra, más fácil es despojarnos de nuestra identidad y meternos en la de ellos. A mí me pasa con las novelas históricas. Con la literatura fantástica. Y con los clásicos del XIX. Me ha pasado, en estas últimas dos semanas, y a niveles insospechados, con Rojo y Negro.
En este novelón de Stendhal he sido muy poco quien creo ser. Y eso me ha permitido ser muchos personajes; sentir, pensar y actuar dentro del libro según la lógica (o los caprichos irracionales) de todos ellos. He sido, por ejemplo, una señora llamada Mme de Rênal, casada con un marido ruin, y a través de su piel me he enamorado del nuevo y jovencísimo preceptor de sus hijos. He admirado sus mejillas suaves y sus ojos inocentes y su timidez encantadora de hijo de leñador al adentrarse en mi mundo de lujos y comodidades. He coqueteado con él sin pensar en Dios ni en su pecado hasta que las normas sociales de este 1827, tan lejos de la liberalidad del siglo anterior, me han hecho probar el amargor de palabras como adulterio, escándalo, ignominia y deshonra.
También he sido, sin duda, el joven Julien Sorel. He sentido el fuego de la ambición y el desprecio por todos esos nobles ricos que juegan en sus mansiones con el destino de la gente humilde. He recibido el amor de la mujer de uno de esos nobles y me he dejado llevar por la pasión prohibida, pese a mi vocación de seminarista y mi deseo de gloria. He soñado con las hazañas de Napoleón en una época en la que aún es peligroso ensalzar al héroe caído y he utilizado mi soberbia y mi rebeldía para luchar contra las jerarquías, contra el clero y contra la prepotencia de los poderosos.
He sido unos niños sin voz, jugando despreocupados en un jardín mientras el amante de mi madre nos mira con ojos melancólicos, escondido tras los visillos de una ventana. He sido un abad furibundo que esconde su ternura a base de latín. He sido un marido más preocupado por su honra que por su felicidad, una amiga harta de servir de carabina, un marqués que ama la erudición y un conde que sueña con Borbones.
Cuando leemos novelas nos convertimos en otros. A mí me pasa siempre que el libro me gusta. Y me ha pasado hasta tal punto con esta novela de Stendhal que después de ciertas sesiones largas de lectura tenía que parpadear varias veces y soltar alguna tontería del siglo XXI para sacudirme todos esos personajes con sus pasiones y cálculos y volver a mi vida tranquila de librero, sin adulterios escandalosos ni huidas por el balcón ni seminarios infernales ni ambiciones napoleónicas. Aunque bueno, estas últimas a veces se presentan sin previo aviso y me susurran al oído: qué, para estas vacaciones, ¿nos pasamos por la isla de Elba?
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