
Así que cojo Epitafio para un espía, me arrellano en el sofá y me preparo para un suspense eléctrico y desechable. ¡Emoción barata y a dormir!
Pues no. Nada de eso. Resulta que el héroe es prácticamente un idiota. Vassady, un profesor de lenguas torpe y bocazas, de escaso atractivo, a cuyas manos van a parar accidentalmente unas fotos comprometedoras. Y que termina en comisaría, sin poder probar que él no es un espía, (Dios mío, ¡un espía!), y temblando ante la posibilidad de que lo deporten a su país de origen, un país que en realidad ya no existe. Todo muy vulgar, muy anodino. Ni siquiera el contexto -Costa Azul, 1938- tiene el encanto peligroso que podría tener. ¿O sí lo tiene? Vassady tiene que encontrar al verdadero espía para poder quedarse en Francia, y así comienza sus pesquisas, sus torpes y entrañables pesquisas, en el Hotel Reserve. Nueve inquilinos, todos de apariencia banal, afables y simplones, y tres días para desenmascarar al autor de las fotos.
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Eric Ambler |
Supongo que el hecho de que esta novela de espías se haya convertido en un clásico debería de haberme dado un pista sobre lo que iba a encontrarme. Nada de James Bond ni de Jason Bourne. Un hombre pobre, atemorizado y solo, sin esa misteriosa flexibilidad intelectual que despliegan los verdaderos espías para ganarse la confianza de la gente y arrebatarles suavemente sus secretos. Un hombre común y sin patria que tendrá que desvelar una trama de espionaje prebélico para salvar el pellejo. Y meterá tanto la pata como podríamos hacerlo tú y yo.
Es esta humanidad del personaje, creo, su verdadero atractivo, lo que hace que leamos sus ingenuas elucubraciones con verdadera simpatía y el hecho de que, mientras miles de novelas de espías nacen y mueren como la llama de una cerilla, las novelas de Eric Ambler permanezcan y no envejezcan con el paso del tiempo, para deleite de generaciones y generaciones de lectores ávidos de secretos ajenos.
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