La editorial Taurus acaba de traducir un ensayo de Tony Judt de 1998 titulado El peso de la responsabilidad. Está dividido en tres partes, dedicadas a tres intelectuales franceses del siglo XX que, de una forma u otra, combatieron el radicalismo político y la homogeneidad ideológica de su tiempo en defensa de una responsabilidad moral, intelectual y política, necesaria para la convivencia y la paz social. Los intelectuales elegidos por Judt son Léon Blum, Albert Camus y Raymond Aron. Sus vidas abarcan temporalmente todo el siglo XX y, a pesar de sus evidentes diferencias, comparten un compromiso con la sociedad que les tocó vivir y una inquebrantable resistencia contra cualquier tipo de dogmatismo o conformismo político.
Léon Blum fue el líder moral del socialismo francés desde 1920 hasta 1940. Tres años después de la Revolución Rusa, tuvo la clarividencia necesaria para denunciar los abusos del leninismo y desmarcarse de la influencia creciente del recién fundado partido comunista francés. Partido que, debido a su dependencia de Moscú, no dudó en calificar como "partido nacionalista extranjero", lo que le valió un aluvión de reproches y odios que le acompañaron durante toda su carrera política. En una declaración muy significativa y muy valiente, Blum distinguía a los comunistas de los socialistas de la siguiente manera:
Léon Blum |
A la general antipatía que despertaba su independencia ideológica con la izquierda radical, se sumó su condición de judío, en un clima de profundo antisemitismo: aquel "respetable" antisemitismo francés de los años 30, endémico a la vida francesa, tan extendido e interiorizado por amplios sectores de la población, incluida la judía. Fue la cabeza del gobierno del Frente Popular en 1936, odiado por la derecha, que asociaba su condición judía con elitismo cultural y una amenaza de revolución social, y considerado el "enemigo número uno" por los comunistas. Fue denigrado, agredido, insultado, acusado de pederasta, lascivo, afeminado, rata, andrógino, simiesco, mujer histérica, y un sinfín de epítetos a cada cual más imaginativo. Fue el político que introdujo en Francia por primera vez las vacaciones anuales pagadas y a la vez el hombre más odiado del país. Él se sentía integrado, como francés y como judío. No veía contradicciones en sus identidades, pero sí reivindicaba la necesidad de su neutralidad, de su no afiliación a una ideología agresiva ni cómoda. Reivindicaba la distancia necesaria para no perder la perspectiva política ni dejarse llevar por la pasión revolucionaria. Esa no pertenencia a una idea, a una ideología, le situó en una posición difícil en numerosas ocasiones, por ejemplo, en su no intervención en la Guerra Civil Española o en su denuncia del régimen de Vichy. No fue un político especialmente exitoso, fracasó en el Frente Popular y fracasó al elegir reprimir sus instintos morales cuando estos entraban en contradicción con su deber con su partido. Pero tuvo la entereza de no dejarse arrastrar por los odios ideológicos y racistas de su época y combatirlos con tesón y un profundo sentido de su responsabilidad como hombre público.
En palabras de Hannah Arendt, Albert Camus fue durante años "el mejor hombre de Francia, muy por encima del resto de intelectuales". Premio Nobel de Literatura en 1957, es sin duda el más conocido de los tres retratados en este libro. Participó activamente en la Resistencia durante la ocupación alemana y, en los primeros años de la posguerra, sus columnas periodísticas ejercieron una enorme influencia en la sociedad francesa, por lo que tenían de intersección entre literatura, pensamiento y compromiso político. Renegó de la justificación histórica de la violencia, remontándose a la Revolución Francesa y cualquier legitimación del terror para lograr un fin social. Esto le llevó inevitablemente a denunciar el comunismo como ideología y como forma de gobierno, en una época en que los partidos comunistas de Europa Occidental habían salido moralmente reforzados por su compromiso contra los nazis en la Resistencia y eran observados, si no con simpatía, sí con respeto por gran parte de la opinión pública.
Al igual que Léon Blum, siempre estuvo en contra de cualquier afiliación política, y esta forma de desmarcarse de las ideologías radicalizadas de su época le convirtió, para una mayoría de su público y sus colegas, en un personaje decepcionante. Le criticaron la "falta de mensaje" de su obra literaria. Una de las críticas más virulentas fue la de Simone de Beauvoir, que consideró La peste una obra políticamente irresponsable al no asignar una lección, una enseñanza o una denuncia a los elementos que la componen. La vida intelectual francesa en los años inmediatamente posteriores a la segunda guerra mundial fue furiosamente absorbida por las pasiones políticas y casi nadie comprendió que Albert Camus pudiera escribir una obra como La peste sin establecer un paralelismo claro entre epidemia y culpa, entre victoria y dogma filosófico. Pero Camus veía más allá de las dos opciones por entonces admisibles por la población bajo la ocupación, veía una gama infinita de grises entre el negro de la colaboración y el blanco de la Resistencia. Etiquetar las decisiones de la gente sin tener en cuenta la complejidad del contexto y las situaciones extremas en las que se encontraban, es un ejercicio simplificador y empobrecedor. Y en muchos casos, peligroso. Un ejemplo fue la negativa de Camus de apoyar las purgas judiciales contra colaboradores del régimen de Vichy en 1945 y 1946. ¿Se puede castigar a un hombre por hablar bajo tortura? ¿Se puede condenar a un hombre a la muerte por sus opiniones, aunque sean nauseabundas? ¿Dónde termina la "purificación" y empieza el terror? Su crítica de los intolerables excesos de la posguerra y su insistencia en que la división entre héroes y traidores es casi siempre ilusoria, le valieron la pérdida de la confianza y del favor del público y un recelo permanente por parte de los intelectuales. Contra la pena capital, argumentó que en este mundo sólo es posible una aproximación a la justicia y nadie puede matar por una aproximación. En una época en la que los intelectuales se esforzaban por tener algo que decir sobre todas las cosas, reduciendo su complejidad a su punto de vista, a menudo Camus no compartía ninguna opinión y prefería quedarse en silencio. Nunca estaba convencido de tener razón, decía que "si existiera un partido de los que no están seguros de tener razón, [él] estaría en él". En este sentido, defendía una ética de la responsabilidad frente a una ética de la convicción. La duda como herramienta necesaria para distanciarse de los extremismos políticos y poder establecer los valores morales necesarios para combatir la violencia y las derivas totalitarias de cualquier tipo.
Raymond Aron fue un intelectual liberal y moderado con una clara influencia como pensador opuesto al romanticismo radical de Sartre. Al igual que Blum y Camus, Aron se consideraba un socialista profundamente anticomunista, en un mundo, y más concretamente un país, Francia, donde tales distinciones eran eminentemente sospechosas. También compartía con ellos una posición al margen de las corrientes ideológicas y de las pasiones políticas que le permitía erigirse en un juez moral imparcial cuyas opiniones eran recibidas con un respeto, e incluso una admiración, nunca exentas de cierta desconfianza. Aron fue a menudo acusado de frialdad, de "claridad helada" en sus opiniones, de no tener en cuenta la visceralidad de los asuntos políticos, como por ejemplo la íntima tragedia de ciertos conflictos, como la guerra de Argelia. Pero no era un observador desapasionado de la realidad. Como él dijo, "uno no puede limitarse al papel de observador de los disparates y desastres de la humanidad". Su compromiso era con la razón, con la capacidad intelectual de comprender el mundo para poder cambiarlo. Y criticaba la tendencia de sus coetáneos de saltarse la comprensión y el cambio de la realidad para ir directamente a su denuncia. Atacar "el mal" es siempre fácil, comprenderlo para poder cambiarlo implica un grado de incomodidad difícil de aguantar. Y contra la polaridad tan cómoda, tan ideológica entre los conceptos de bien y mal, escribió: "la nuestra nunca es una batalla entre el bien y el mal, sino entre lo preferible y lo detestable." De nuevo, como Camus, Aron se atrevió a bucear en los infinitos tonos de gris de la condición humana, tan poco etiquetables y tan difíciles de digerir.
Léon Blum, Albert Camus y Raymond Aron compartieron un punto de vista de la responsabilidad moral totalmente opuesto a la visión dogmática dominante de la izquierda. Desafiaron doctrinas, ideologías e interpretaciones históricas del presente para denunciar los excesos del fervor político y la instrumentalización del terror que siempre conllevan las mareas revolucionarias. Y los tres pusieron un celo especial en denunciar la falta de integridad e independencia de políticos e intelectuales y en luchar por mantener una responsabilidad moral en un mundo azotado por el servilismo y la complacencia ideológica. Su lucha es universal, en cuanto que se ha repetido, en una lamentable desigualdad, a lo largo de la historia política. Y hoy en día, sólo basta con abrir un poco los ojos a la realidad de cualquier país, y en especial el nuestro, para darse cuenta de la vigencia e importancia de su clarividencia y su necesidad.
Albert Camus |
Al igual que Léon Blum, siempre estuvo en contra de cualquier afiliación política, y esta forma de desmarcarse de las ideologías radicalizadas de su época le convirtió, para una mayoría de su público y sus colegas, en un personaje decepcionante. Le criticaron la "falta de mensaje" de su obra literaria. Una de las críticas más virulentas fue la de Simone de Beauvoir, que consideró La peste una obra políticamente irresponsable al no asignar una lección, una enseñanza o una denuncia a los elementos que la componen. La vida intelectual francesa en los años inmediatamente posteriores a la segunda guerra mundial fue furiosamente absorbida por las pasiones políticas y casi nadie comprendió que Albert Camus pudiera escribir una obra como La peste sin establecer un paralelismo claro entre epidemia y culpa, entre victoria y dogma filosófico. Pero Camus veía más allá de las dos opciones por entonces admisibles por la población bajo la ocupación, veía una gama infinita de grises entre el negro de la colaboración y el blanco de la Resistencia. Etiquetar las decisiones de la gente sin tener en cuenta la complejidad del contexto y las situaciones extremas en las que se encontraban, es un ejercicio simplificador y empobrecedor. Y en muchos casos, peligroso. Un ejemplo fue la negativa de Camus de apoyar las purgas judiciales contra colaboradores del régimen de Vichy en 1945 y 1946. ¿Se puede castigar a un hombre por hablar bajo tortura? ¿Se puede condenar a un hombre a la muerte por sus opiniones, aunque sean nauseabundas? ¿Dónde termina la "purificación" y empieza el terror? Su crítica de los intolerables excesos de la posguerra y su insistencia en que la división entre héroes y traidores es casi siempre ilusoria, le valieron la pérdida de la confianza y del favor del público y un recelo permanente por parte de los intelectuales. Contra la pena capital, argumentó que en este mundo sólo es posible una aproximación a la justicia y nadie puede matar por una aproximación. En una época en la que los intelectuales se esforzaban por tener algo que decir sobre todas las cosas, reduciendo su complejidad a su punto de vista, a menudo Camus no compartía ninguna opinión y prefería quedarse en silencio. Nunca estaba convencido de tener razón, decía que "si existiera un partido de los que no están seguros de tener razón, [él] estaría en él". En este sentido, defendía una ética de la responsabilidad frente a una ética de la convicción. La duda como herramienta necesaria para distanciarse de los extremismos políticos y poder establecer los valores morales necesarios para combatir la violencia y las derivas totalitarias de cualquier tipo.
Raymond Aron fue un intelectual liberal y moderado con una clara influencia como pensador opuesto al romanticismo radical de Sartre. Al igual que Blum y Camus, Aron se consideraba un socialista profundamente anticomunista, en un mundo, y más concretamente un país, Francia, donde tales distinciones eran eminentemente sospechosas. También compartía con ellos una posición al margen de las corrientes ideológicas y de las pasiones políticas que le permitía erigirse en un juez moral imparcial cuyas opiniones eran recibidas con un respeto, e incluso una admiración, nunca exentas de cierta desconfianza. Aron fue a menudo acusado de frialdad, de "claridad helada" en sus opiniones, de no tener en cuenta la visceralidad de los asuntos políticos, como por ejemplo la íntima tragedia de ciertos conflictos, como la guerra de Argelia. Pero no era un observador desapasionado de la realidad. Como él dijo, "uno no puede limitarse al papel de observador de los disparates y desastres de la humanidad". Su compromiso era con la razón, con la capacidad intelectual de comprender el mundo para poder cambiarlo. Y criticaba la tendencia de sus coetáneos de saltarse la comprensión y el cambio de la realidad para ir directamente a su denuncia. Atacar "el mal" es siempre fácil, comprenderlo para poder cambiarlo implica un grado de incomodidad difícil de aguantar. Y contra la polaridad tan cómoda, tan ideológica entre los conceptos de bien y mal, escribió: "la nuestra nunca es una batalla entre el bien y el mal, sino entre lo preferible y lo detestable." De nuevo, como Camus, Aron se atrevió a bucear en los infinitos tonos de gris de la condición humana, tan poco etiquetables y tan difíciles de digerir.
Raymond Aron |
Léon Blum, Albert Camus y Raymond Aron compartieron un punto de vista de la responsabilidad moral totalmente opuesto a la visión dogmática dominante de la izquierda. Desafiaron doctrinas, ideologías e interpretaciones históricas del presente para denunciar los excesos del fervor político y la instrumentalización del terror que siempre conllevan las mareas revolucionarias. Y los tres pusieron un celo especial en denunciar la falta de integridad e independencia de políticos e intelectuales y en luchar por mantener una responsabilidad moral en un mundo azotado por el servilismo y la complacencia ideológica. Su lucha es universal, en cuanto que se ha repetido, en una lamentable desigualdad, a lo largo de la historia política. Y hoy en día, sólo basta con abrir un poco los ojos a la realidad de cualquier país, y en especial el nuestro, para darse cuenta de la vigencia e importancia de su clarividencia y su necesidad.
Tony Judt |
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