viernes, 31 de enero de 2014

LA INSENSATEZ DE CRITICAR

Uno de los principios de este blog consiste en no criticar los libros que no nos gustan. Teniendo en cuenta que abandono más de la mitad de los libros que empiezo, ya sea por aburrimiento, desagrado o simple incomprensión, si tuviera que reseñarlos todos espantaría a cualquier lector asiduo y no tendría tiempo para hacer nada más que leer y escribir sobre lo que leo. Un bucle que enloquecería a cualquiera, como un hámster corriendo en su rueda hasta la extenuación. 

Leo en una recopilación de ensayos de Auden titulada El arte de leer, un párrafo que me reafirma en mi idea: "Lo único sensato por parte de un crítico es permanecer en silencio frente a las obras que considera francamente malas, mientras defiende vigorosamente las que cree buenas, sobre todo si estas son ignoradas o menospreciadas por el público." 

Permanecer en silencio ante lo que no nos gusta es fácil. Todos tendemos a buscar la compañía de cosas estimulantes que encajen con nuestras inclinaciones estéticas o morales, así que supongo que es lo natural. Además, nos evita esa enojosa costumbre de menospreciar a la ligera. Cuando criticamos algo que no nos gusta, tenemos que explicar nuestros motivos. Entonces, empezamos por necesidad a etiquetar las cosas como buenas y malas, empezamos a separar lo que sí vale de lo que no, según nuestro criterio. Tomamos criterios prestados de donde podemos, para cubrir las irremediables lagunas que inundan nuestro paisaje intelectual. Y para que no nos puedan acusar de complacientes o de tibios, tomamos partido en todo lo que se ponga a nuestro alcance. Después de destrozar dos o tres textos que podrían merecerlo o no, empezamos a cogerle el gustillo, y el rojo inquisidor del profesor se convierte en nuestro color favorito. Con él tachamos las oraciones subordinadas, los puntos suspensivos, las metáforas. Tachamos las repeticiones inútilmente poéticas, los gerundios al principio de las frases, los signos de exclamación. Tachamos las simetrías y los adjetivos demasiado sonoros y las comas y los puntos y el título y hasta la firma del autor en una orgía de rojo con la que embadurnamos páginas y páginas como un Jackson Pollock en éxtasis. Y cuando, milagrosamente, llega a nuestras manos un texto que nos gusta un poco, un texto que incluso nos emociona, nos extrañamos y encogemos el cuerpo para evitar todo contacto y convertimos los poquitos conceptos que aún admirábamos en nuevos defectos que tachar y tachar, enrabietados, furibundos y enloquecidos ante la visión de toda la estupidez que aniquila el buen gusto. Un buen gusto a su vez aniquilado por una superposición de criterios que no dejan de gritarse y amenazarse unos a otros en nuestra cabeza y de los que acabamos huyendo sin conseguirlo, como el pobre hámster corriendo en su rueda. 

Así pues, para conservar la cordura, y a riesgo de pecar de complacencia, en este blog nos dedicamos a escribir solamente sobre lo que nos gusta, algo que también nos obliga a explicar nuestros motivos, a afinar la percepción de nuestras afinidades para hacer elogios en los que podamos reconocernos. Porque en realidad, cuando sentimos la necesidad de escribir sobre un libro que nos ha gustado, estamos interrogándonos a nosotros mismos. Estamos modelando nuestro criterio, definiendo nuestros miedos, nuestros asombros y nuestros pequeños traumas a través de las palabras que ha elegido el escritor para retratarse. 

Estoy de acuerdo con Auden, aunque en realidad su propuesta me parece demasiado fácil. Él habla de sensatez y quizá mi esquinita de desacuerdo con él provenga de mi espíritu insensato. Lo que me incomoda es ese "permanecer en silencio". Callar. Mirar para otro lado. No tengo ningún problema con ignorar la literatura mediocre. Pero no todo lo malo es mediocre. No todo lo malo es inofensivo. Siempre me ha inquietado la famosa frase que dice "me da igual lo que lea, con tal de que lea", pronunciada por madres desesperadamente orgullosas, pero también por adultos que intentan introducir un poco de gramática en la cabeza de su pareja, hermanos o padres. Y uno tiene que tener cuidado con la manera de formular una objeción a tamaña irresponsabilidad, porque la palabra "censura" brota enfurecida de las bocas humanas con una facilidad asombrosa. Me inquieta ese liberalismo lector porque existen libros verdaderamente perversos. Y no me refiero a si Juego de tronos es apropiado para once años, o si los niños de primaria deben empezar a leer con historias de la Biblia. Allá cada uno con su precocidad y sus creencias. Me refiero a que hay libros con muy mala leche. Libros que incitan al odio de la forma más explícita posible. Libros que proponen tratamientos para "sanar" la homosexualidad. Libros que ensalzan las virtudes y la necesidad de la sumisión de las mujeres. Libros que inventan ultrajes históricos para justificar agresiones recientes, presentes y futuras. Libros que están escritos con una gramática que echa espumarajos por la boca y si te descuidas, te plantan una bota militar en la nuca hasta que aceptes ser esclavo de su odio. 

No creo que sea saludable volver siempre la mirada al pasar por delante de esos libros. Creo que a veces es necesario pararse y mirarlos y cometer la insensatez de denunciar sus imposturas, sus necedades, su ridículo e infatigable afán de cizaña. Hay gente que dice que los libreros estamos para vender libros y no para juzgar las lecturas de la gente. Sería tan cómodo hacer de nosotros unas bonitas y entrañables plantitas, felices al sol, vendiendo sin mirar todo lo que la gente nos pide. Pero no somos plantitas. Somos personas sensibles, nos indignamos como personas sensibles y tomamos partido como personas sensibles. Y, a riesgo de pecar de insensatos y acabar por ofender la susceptibilidad de otras personas igualmente sensibles, procuramos no vender odio empaquetado cuando nos lo piden. Aunque sólo sea por una cuestión de dignidad personal.


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