Siempre que viene algún señor serio e inteligente diciendo con su mejor sonrisa que me agradece la recomendación pero que no lee novelas, me siento un poquito culpable. Como un niño al que pillan con caramelos hasta en los calcetines. En su sonrisa intuyo que está implícita la crítica de que las novelas son mero entretenimiento, pertenecen a esa edad inmadura en la que todavía podemos permitirnos alimentar nuestra cabeza a pájaros con todo tipo de aves exóticas. No veo decepción en su sonrisa, por lo que parece que aún me considera lo bastante joven como para tener derecho al atolondramiento propio de los lectores de novelas. Por supuesto, mi querido señor no sabe de mi adicción por los detectives, los asesinos y demás seres indeseables que pueblan mis lecturas nocturnas y la fruición obsesiva con la que me entrego a los misterios más intrincados. Si lo supiera quizá incluiría una pizca de ironía en su educada respuesta y huiría a la sección de ensayo para rebuscar en soledad esas lecturas sólidas, verdaderas y rezumantes de conocimiento que parecen pertenecer a la edad adulta y responsable.
"¿Cómo puedes seguir atiborrándote de novelas pasados los treinta?" Otra pregunta (cita literal) que me lanza un cliente en una conversación amigable (con toda la sorna del mundo, pero amigable). Parece que alimentar la imaginación con imaginación es algo que deja de tener sentido a los treinta. ¡Muerte a Anna Karenina, que viva Carlomagno! Supongo que sufro de una disfunción poética que hace que me apasione todo lo que no existe, todo lo que nace de la imaginación de una persona que se sienta a inventarse cosas. Todo lo irreal, lo que no ha existido antes, lo que es creado y no reproducido. Me encanta esa fama de irresponsables que tenemos los que nos pasamos las noches leyendo novelas, soñando novelas, abriendo los portones de nuestro castillo particular a todos los personajes que surgen de la insensata imaginación de un autor. Nuestra mente se convierte así en un lugar ciertamente pintoresco, lleno de pasadizos ocultos, de escaleras que suben hasta las nubes y de espejos multicolores, un castillo infinito y desordenado donde no hay fechas, ni hechos, ni ninguna materia de la que extraer una enseñanza útil, un castillo loco e irresponsable del que no me canso nunca.
De un ensayo uno espera la revelación de una verdad determinada, o al menos la propuesta de un acercamiento a algún tipo de verdad. De una novela yo sólo espero las más maravillosas mentiras y, con un poquito de suerte, la magia de que esas mentiras hagan germinar en mi imaginación alguna revelación que a su vez se convierta en algún tipo de verdad individual e intransferible.

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