Acabo de comprobar que La mujer del médico es la única novela de Brian Moore disponible en castellano y me parece una pequeña catástrofe. Me dan ganas de hacer una recogida de firmas pidiendo a la heroica editorial Contraseña que por favor, por lo que más quiera, publique todas y cada una de las obras de este señor para que podamos disfrutar de unos domingos invernales de niebla como éste, arropaditos bajo una manta, con una taza humeante de cualquier cosa y la compañía insuperable de la prosa de Brian Moore. Y se lo pediría a Contraseña y no a cualquier otra más grande por cuatro motivos concretos:
1. Se ha arriesgado a publicar una novela de 1976 de un autor olvidado en España. (Las grandes casi nunca rescatan).
2. La traducción es excelente (bravo, Ismael Attrache).
3. Hacen libros sin erratas (algo escandalosamente raro hoy en día), agradables al tacto, con buen papel, con portadas ilustradas ex profeso, bien maquetados, libros que da gusto leer.
4. Son pequeños, humildes, se emocionan cuando agotan una edición y hace tres años publicaron un libro de Edith Wharton llamado Las hermanas Bunner que sin duda estará entre los que me lleve a mi isla desierta cuando la gente se canse de las librerías.
La historia de La mujer del médico es bien sencilla, incluso puede resultarnos vagamente familiar porque evoca anécdotas anteriores y posteriores, literarias y cinematográficas. Una mujer casada, irlandesa de Belfast, espera a que su marido se reúna con ella en un pueblecito de la Costa Azul para pasar unas vacaciones en el mismo lugar donde dieciséis años antes disfrutaron de su luna de miel. El marido se retrasa unos días y la mujer se entrega a una pasión desbordante por un hombre diez años más joven que le descubre una felicidad a la que, quizá sin saberlo, ya había renunciado. Un libro sobre un adulterio, pues. En una época en la que, para disuadir de tales males a las mujeres, ya no se podía recurrir a la moral religiosa (fuera de España el temor de Dios ya no daba tanto miedo) y se esgrimían argumentos disuasorios como la depresión crónica, las crisis nerviosas e incluso la salud mental, en un pobre intento de rescatar a Freud de su diván trasnochado para poner coto a la incipiente libertad femenina.
En esta historia casi no hay sentimiento de culpa. La euforia y el renacimiento apenas dejan lugar para que pueda haberlo. Sheila Redden, la protagonista, siente de pronto que la excitación eleva su ánimo a ese "alambre de funámbulo" por el que corre risueña, inconsciente de la fragilidad de su felicidad. Su vida se convierte en una fuga hacia delante, por habitaciones de hotel con la cama siempre deshecha, de Niza a París como amantes clandestinos, pero no se para a pensarlo, todo es coherente, tiene que vivir lo que está viviendo, tiene derecho a disfrutar de ese "estado de gracia" inesperado al lado de ese joven, experto en el amor, que se entrega a todo tipo de pequeñas extravagancias por ella y que la mira con ese gesto entusiasmado e íntimo al que no puede resistirse. Siente que el pecado es su vida pasada, su matrimonio gris y frustrante en Belfast, y que su adulterio con ese joven es su paz y su pureza, su gracia.
Personajes complejos, sólidos, con estados de ánimo en constante movimiento, descritos con cambios súbitos de la tercera a la primera persona que desconciertan y deslumbran, como focos que de repente iluminan la vehemencia de una emoción desde dentro. Y por encima de todo, una rebeldía soterrada, oculta en lo más hondo de un carácter sosegado, que no se conforma con la vida predecible de un matrimonio cansado, y toma las riendas de su vida para disfrutar, aunque sea bailando en un "alambre de sonámbulo", de toda la felicidad que se ponga a su alcance. Al igual que uno de los personajes del libro en un momento determinado, me he sorprendido leyendo esta historia "de la misma manera que otros se dan a la bebida", y quizá por las mismas embriagadoras e imprudentes razones.
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