"Todo el mundo sabe que el fin del mundo llegará. Pero el saber, en el hombre, es un recurso frágil. Los habitantes de Roma llevan en la sangre la conciencia de las últimas cosas, y está tan asimilada que ya no genera ningún razonamiento. Para los que viven aquí, el fin del mundo ya ha ocurrido". Ha ocurrido en casi todas las esquinas de esta ciudad, en sus sucios recodos de caos y abandono. Y una de las veces en que ocurrió fue en un décimo piso del barrio de Collatino, el 5 de marzo de 2016: el espanto, la maldad insondable. El fin del mundo.
Esta crónica criminal, en la mejor estela de Truman Capote o de Emmanuel Carrère, narra un crimen que conmocionó a la opinión pública italiana: dos jóvenes de buena familia invitaron a un chico de veintitrés años al que apenas conocían a una fiesta de drogas y alcohol, le ofrecieron dinero a cambio de sexo, y horas después empezaron a torturarlo hasta la muerte. Sin motivo aparente. Sin explicación.
Lo absurdo del crimen despertó todo tipo de polvaredas mediáticas. ¿De dónde salía esa violencia desenfrenada? ¿Cómo era posible que personas consideradas normales se convirtieran de un día para otro en salvajes asesinos, sin que ellos mismos pudieran descifrar las motivaciones para tamaña metamorfosis?
Nicola Lagioia hace un retrato descarnado de la ciudad de Roma, el marco de todos los disparates y horrores imaginables. "La corrupción en Roma ha asumido una forma indefinida. Sus fronteras son inciertas, es una gigantesca presencia gaseosa que, mezclada con el poco aire puro que queda, todos respiramos. En ambientes donde la corrupción está muy extendida, la gente llega a cometer delitos sin darse cuenta". Describe la ciudad como un lugar donde los conceptos de trabajo, amabilidad, honestidad y responsabilidad social han perdido el sentido. Pero aun así, sigue siendo adictiva en su brutalidad, en su vitalidad desaforada y caótica y rebosante de vida. ¿Cómo se puede amar hasta tal punto lo que lleva toda la vida envenenándote la sangre? El autor quiere huir, pero siempre vuelve a sus calles sucias y agresivas. Habitadas por gente asustada y encanallada. "La capital de los vicios, el más hermoso cesto para las manzanas podridas".
"¿Existe una maldad de los lugares? ¿Podemos hablar de la persistencia física del mal después de haber sido cometido? ¿O es solo sugestión?" Es inevitable trazar un paralelismo entre esta descripción de Roma y lo que puede llevar a sus habitantes a cometer todo tipo de locuras. Incluso el peor de los asesinatos.
La ciudad de los vivos es un libro de hechos desnudos, pero también de ideas. Ideas sobre la violencia, sobre la culpa, sobre la maledicencia y sobre cómo nos vemos a través de las vidas de los otros. Cuando una conducta sexual que se sale de la norma tradicional sirve a la gente para justificar un homicidio es que hay algo en esa sociedad que está profundamente enfermo. Si hacía eso, bueno, un poco se lo había buscado, parecían decir muchos al enterarse de los detalles escabrosos del caso. En el fondo era un colectivo suspiro de alivio: estas atrocidades nunca nos pasarían a los buenos católicos monógamos heterosexuales de siempre, porque sabemos comportarnos.
Me ha gustado mucho cómo Lagioia no deja nunca de indagar en las razones para la violencia. Porque no vale con decir que son monstruos. Es tan fácil. Trazamos una línea en el suelo, decimos aquí estamos nosotros, allí están ellos, y nos vamos a dormir con la seguridad de estar a salvo de todo porque el infierno siempre serán los otros. Indagar en los orígenes de la violencia requiere la capacidad de ponerse en el lugar de ese otro, en el lugar del asesino, de aceptar su humanidad y su semejanza con nosotros. Requiere la valentía de mancharse las manos y dejarse invadir por la congoja de lo que vamos descubriendo, para llegar, en el mejor de los casos, a la desoladora conclusión de que ninguno estamos verdaderamente a salvo de dañar a los demás. Y que, a la vez que ante la violencia siempre damos gracias por no haber sido víctimas de ella, quizá deberíamos dar gracias también por habernos librado de haber sido cómplices de ella, o sus propios instigadores.
Y es que "una sombra permanece estancada en nosotros desde la noche de los tiempos: destruir a los más débiles. O bien debilitar al más fuerte para luego destruirlo. La agresión como garantía para la supervivencia. Golpear para escapar del miedo a ser golpeados. Sentirse impotentes, reducir al otro a la impotencia". Es una idea de garantía desquiciada, pero tan repetida que asusta no tenerla más en cuenta. La garantía de los nazis fue la eliminación de los judíos. La de los acosadores escolares, cualquier rarito aislado incapaz de defenderse. Por perturbado que pueda parecer el razonamiento, dañar para salvarse es algo que mueve dinámicas sociales desde siempre. Si es el otro el que acaba dañado, eso significa que no seré yo. Yo me salvaré. A mí no me tocará.
Este caso ofende y escandaliza porque evidencia lo rotos que están los vínculos que cohesionan la sociedad (especialmente el que se basa en no hacer daño a los demás) para una generación de jóvenes que aparentemente lo tienen todo a su favor. Chicos a los que nos les falta nada material, pertenecientes a familias acomodadas, cargan con una desesperación y una rabia que a la mayoría, acostumbrados a asociarlas a personas en contextos desfavorecidos, nos cuesta mucho entender. Lo que más llamó la atención de este caso, y quizá lo que lo hizo tan famoso, es que ambos asesinos provenían de buenas familias y no tenían ningún perfil violento. Nihilismo destructor. Impotencia vital, frustración. Desprecio por los valores inculcados y compartidos. Incapacidad para enfocar su propia identidad. Preocupación patológica por la opinión que los demás tienen de ellos, falta de autoestima, falta absoluta de responsabilidad hacia sus propios cuerpos, su propia seguridad, la gestión del tiempo y del dinero. Eran buenos chicos con un infierno invisible a cuestas. Quién sabe lo que hizo que decidieran pasarle su infierno a otro más débil que ellos. «¿Qué pasa con quien, inmerso en la sombra, sigue descendiendo peldaños? Más allá de cierto umbral se abre un mundo desconocido.»
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