jueves, 11 de mayo de 2023

BERLÍN

Llevo una semana viajando por Berlín. Por un Berlín glorioso y destruido, aupado por el swing y la libertad y secuestrado por el terror y las bombas. Un Berlín que poco tiene que ver con el Berlín vibrante y cosmopolita de hoy en día, pero que ya a partir de 1920 daba signos de la rebeldía y la obstinación que en 2023 siguen siendo parte de sus señas de identidad. Y así es la ciudad: joven, abierta, con un humor ácido y un gusto por la cultura subversiva y por las revoluciones. Y, en palabras de un joven Eric Hobsbawm, que vivió en Berlín en torno a 1930: "Incluso el dialecto local y las expresiones idiomáticas estaban cargadas de una simpática irreverencia y, a diferencia del habla mucho más rígida de Viena, aquí era más acelerada y abundante en salidas ocurrentes". 

Este ensayo interesantísimo de Sinclair McKay hace un recorrido por la historia de Berlín desde los años veinte hasta la caída del Muro. Se centra especialmente en el que quizá es el momento más dramático de la historia de la ciudad: los primeros cuatro meses de 1945, cuando la ciudad soportó un bombardeo final que la dejó totalmente en ruinas, y la población, especialmente las mujeres, sufrió el asedio y la violencia más salvaje por parte de las tropas del Ejército Soviético. Fue tal la destrucción y la sensación de fin del mundo que una parte de los berlineses que aún quedaban en la ciudad huyó en esos meses para no volver: no concebían que ese infierno pudiera ofrecerles ninguna oportunidad de vida futura. 

Me han gustado mucho las descripciones del carácter de la ciudad y la cantidad de pequeñas anécdotas de gente corriente que, como pasa a menudo, ayudan a entender los procesos históricos mucho mejor que las acciones de los políticos más importantes. He notado la vibración de las bombas, he mascado el polvo de las casas en ruinas y he sentido el miedo constante de la gente, primero bajo la violencia nazi, luego bajo el terror de las bombas y la ocupación y, por último, bajo la vigilancia paranoica de la Stasi. Qué décadas más terribles han tenido que soportar los berlineses y qué admirable que hayan mantenido, a pesar de todo, la llama de la rebeldía, de la contestación, ya sea en forma de cultura punk, de grafitis o de humor cínico. 

Berlín es una ciudad de contrastes. Frente al prototipo de ciudad europea bucólica, con su casco medieval y sus panorámicas de postal romántica, Berlín ofrece un perfil más agreste, menos homogéneo y fotogénico. Quizá sea el producto de su historia convulsa, de haberse visto reducida a escombros para ser reconstruida después a pedazos mientras cuatro países se repartían sus trozos, y terminar siendo cortada en dos, o mejor dicho, asfixiada su mitad occidental en torno a un muro que durante casi tres décadas impidió su desarrollo normal y la convivencia pacífica. Berlín está llena de historia. Como cualquier ciudad. Pero Berlín, por momentos, parece que tiene demasiada. Se le salen las tragedias por las costuras. Otras ciudades han borrado las huellas de sus heridas y han erigido para recordarlas monumentos conmemorativos, metáforas pulidas y reinterpretables con las que olvidamos la crudeza del horror. Berlín no. El trauma colectivo de Berlín sigue latiendo, como una herida abierta, en los restos del muro, en las Stolpersteine, en las iglesias en ruinas, en los restos de metralla de las fachadas, en cada esquina que recuerda el pasado, y esa convivencia diaria con su pasado, sin los filtros de los símbolos, da forma a su increíble vitalidad y a su futuro. 





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