A veces siento que pierdo mi país. Creo que la primera vez fue en 2010, cuando empezaron a proponerme tocar el piano gratis en conciertos por los que hasta entonces había estado cobrando. La crisis, decían. La cultura era el primer barco que se iba a pique. Lo sentí muy fuerte, aunque afortunadamente no en mi piel, con los miles de jóvenes que tuvieron que salir de España en esos años para buscar trabajo en el extranjero. Muchos de ellos perdieron su país. Y para siempre. Y lo llevo sintiendo desde que la extrema derecha se ha vuelto una realidad cotidiana, no solo en los exabruptos escandalosos de sus representantes políticos, sino también en círculos cercanos como los grupos de whatsapp donde familiares y amigos se han dejado deshumanizar por la diversión de someter a cualquier persona que piense diferente al más zafio escarnio público.
Yo pierdo mi país cuando una librería amiga amanece con una esvástica pintada en su puerta o el escaparate roto por una pedrada porque sus libreras se atreven a defender públicamente los derechos humanos de las minorías. Pierdo mi país cuando un político defiende que la riqueza, el éxito y la prosperidad son aspiraciones exclusivas de los españoles blancos y, dentro de ellos, solo de los que verdaderamente se esfuerzan. Es decir, cuando la xenofobia y el mito de la meritocracia son los únicos futuros que nos proponen. Pierdo mi país cuando constato, cada día al leer ciertas noticias, que la vergüenza y la compasión se han convertido en responsabilidad exclusiva de cada uno, dejando de ser brújulas morales compartidas por la sociedad y el conjunto de las instituciones públicas. Pierdo mi país cuando veo a tantos millones, en las urnas y en los grupos de whatsapp, saludando como a sus salvadores a los políticos que legislan para perpetuar su precariedad.
En este ensayo sobre los paralelismos entre la deriva autoritaria de los últimos veinte años en Turquía y el auge de la extrema derecha en todo el mundo, Ece Temelkuran describe cómo, curiosamente, a la gente ya no le importa que la humillen, siempre y cuando le ofrezcan a cambio una sensación de pertenencia, de refugio ante un mundo imprevisible. Habla de la extrema derecha. Desde Erdogan a Trump, pasando por los defensores del Brexit y los gobiernos húngaro y polaco, la era autoritaria es un veneno político y social que parece haber llegado para quedarse. "Su misión no es debatir un tema o refutar un argumento, sino aterrorizar el espacio de la comunicación con una hostilidad y agresividad sin precedentes con el fin de obligar a las ideas opuestas a retirarse".
En la era de la posverdad, en la que cualquier causa puede ser verdad o mentira, a las víctimas de la violencia autoritaria ni siquiera se las etiqueta de "enemigos del pueblo", un título que al menos uno podía exhibir como distintivo de honor en las dictaduras, sino que se las convierte meramente en un chiste público. El conjunto de valores morales compartidos ha sido torpedeado por la práctica extensiva del escarnio público. Ese escarnio que prolifera en forma de memes y que es el pozo insondable en el que las personas sensatas se convierten en monstruos riéndose desde su sofá.
Los políticos de extrema derecha defienden una comunicación política diseñada para generar hostilidad, con el fin de crear un espacio de inmoralidad cada vez más grande donde quepa cualquier iniciativa política hasta entonces impensable. "Ya no disponemos de la certeza de un sistema de valores compartidos que nos permite probar, sin lugar a dudas, que se ha cometido un crimen moral". Todo está permitido. Mientras no se prohíba, cualquiera puede hacer lo que quiera, decir lo que quiera, maltratar psicológicamente a cualquiera en prime time. Y los políticos de extrema derecha hacen uso de esa laxitud moral dominante para tensar más y más el límite de lo aceptable, como los adolescentes que desafían con su insolencia a sus padres y a cualquier autoridad para comprobar hasta dónde puede llegar su ansia arrogante de ser el centro de atención.
Ece Temelkuran |
La moralidad se ha exiliado por la fuerza de la vida pública y la vergüenza y la compasión ya no son conceptos compartidos por todos. Por eso la creciente desigualdad no es un problema para tanta gente mientras a cambio sientan que son especiales. Especiales por españoles, por blancos, por católicos, por militantes de un partido. Especiales por la certeza de que, por más terrible que sea su situación, siempre habrá otro colectivo que esté peor. Ya se encargarán sus políticos favoritos de que lo haya.
Ece Temelkuran escribe desde el exilio, no puede volver a Turquía. Escribe con un tono sugestivo y apasionado sobre líderes tan convencidos de que su propuesta es la única propuesta deseable que ni siquiera conciben ya la política como un juego de pactos en los que a través del diálogo se aspira a llegar a un consenso, sino como una guerra en la que no cabe otro vencedor posible que ellos mismos. Se identifican con "el pueblo" o con "las gentes de bien" para poder quejarse de cualquier ataque que reciban como de un ataque a todo el país.
La experiencia turca de los últimos veinte años nos enseña a las democracias occidentales que "la usurpación definitiva del poder no se produce mediante un espectacular incendio del Reichstag, sino que, por el contrario, constituye un proceso terrible que se prolonga a lo largo de muchos años, integrado por numerosos pequeños incendios dispersos, aparentemente insignificantes, que arden sin llama".
Luchar contra la extrema derecha es preservar "una sala oculta en el corazón humano indiferente a los conceptos de jerarquía, poder, posesión y todos los demás apéndices milenarios que reducen la esencia de la vida y sofocan su alegría". Es mantener la cordura cuando tus representantes públicos llaman paz a la violencia, concordia al odio, prosperidad a la creciente desigualdad, tolerancia a la xenofobia y tensan la cuerda de lo razonable esperando que todos los que no piensan como ellos agoten sus reservas de indignación y de ira y ya solo les quede reírse de pura desesperación. Luchar contra la extrema derecha es conservar el sentido de la vergüenza y de la compasión, proteger la conciencia cívica contra las continuas agresiones de los que no creen en la justicia social y defender los derechos de las minorías contra cualquier piedra o esvástica salida de un pasado infame que no tiene cabida en nuestro presente.
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