lunes, 23 de enero de 2023

CAUSAS NATURALES

Este libro trata de la vida cuando envejecemos, de la relación que tenemos con nuestro cuerpo, del miedo a la muerte, de nuestra forma de estar en el mundo y de una de las ansiedades que caracterizan nuestra época: el control. 

El control del cuerpo a través de la alimentación, del ejercicio, de las posturas, de los hábitos y de los medicamentos. El control es un dogma que rige la vida de millones de personas, cuya misión parece ser prolongar la vida todo lo posible, a cualquier coste, bajo cualquier circunstancia. Cualquier privación es lícita, hasta aquellas que nos hacen olvidarnos de la propia vida, con tal de prolongarla. Lo importante no es tanto vivir como nos gustaría sino vivir mucho. Hasta, literalmente, matarse por vivir más. 

El origen de este dogma, como el de todos los dogmas, es el miedo. El miedo a no controlar los procesos vitales de nuestro cuerpo. Miedo a los cambios, a lo desconocido. Miedo, en definitiva, a la muerte. Como si controlando nuestros cuerpos pudiéramos controlarla. Mantenerla a raya. Ese miedo nos paraliza. No hablamos de él, como los niños no hablan de los monstruos de sus pesadillas. Y nos pasamos toda la vida aterrorizados por algo de lo que no podemos hablar, corriendo en una rueda como hámsters desesperados con anteojeras que piensan que si corren cada vez más rápido podrán vivir eternamente. 

Y, como todo dogma, tiene sus mandamientos. Innumerables, infinitos mandamientos (ay, si fueran solo diez). No te sientes con las piernas cruzadas. No tomes azúcar. No tomes sal. No tomes mantequilla. Come cinco veces al día. Bebe dos litros de agua. Controla la grasa, los carbohidratos, el gluten, los lácteos. Pésate todos los días. Camina seis mil pasos diarios siete días a la semana. Hazte análisis de sangre todos los años. Chequeos completos. Mamografías desde los treinta, colonoscopias desde los cincuenta. Ponte tres cremas distintas. Tómate siete pastillas con cada comida, el calcio, la vitamina B, el potasio, el magnesio, el ansiolítico, el diazepan y de postre un omeprazol para aguantarlo todo. 

En un mundo que considera que morirse es una derrota aterradora de la que no se puede ni hablar y no el proceso vital más natural e ineludible que existe, la carrera por prolongar al máximo nuestra vida se ha convertido en una competición ansiosa por ver quién es capaz de tolerar más sufrimiento. Es la cultura de la sobremedicación. De la privación de todo goce. De la culpa y del pecado (cultura católica y reaccionaria donde las haya). De las muertes medicalizadas y agónicas, todo por intentar arañar unos momentos más de vida, todo por poder afrontar la muerte de cara y aceptarla como lo que es: un proceso vital que da sentido a nuestra existencia. 

Leo este libro y asiento a cada párrafo, y un manifiesto por otra forma de pensar la vida me brota de los poros, como una celebración. Porque la respuesta tiene que pasar por celebrar la vida y el azar que la determina. Acoger con alborozo lo inesperado. Apostar siempre por vivir mejor, y nunca sacrificar la calidad de vida por unas migajas suplementarias de longevidad. Aprender que tener salud no es vivir mucho, sino vivir bien. Y que una vida atenazada por el miedo a morir es lo más parecido a una muerte anticipada. Pensar sobre la muerte y hablar de ella es aprender a vivir. Negar la muerte, negarse a hablar de ella, bloquear cualquier pensamiento sobre ella, es una forma de negarse una parte fundamental de la vida. Además de una irresponsabilidad: si vivimos siempre de espaldas a ella, cuando alcance a nuestros seres queridos, el impacto que tendrá sobre nuestra vida será inmanejable. 

En muchos casos la medicina preventiva te incita a tomar pastillas por si acaso. Que ese acaso sea harto improbable es lo de menos: imagina que no haces caso y enfermas. ¡Nunca te lo perdonarías! Mejor prevenir que curar, ya lo dice el refrán, y los refranes no se equivocan nunca, ¿verdad? Menos cuando, como este, se convierten en el lema de una religión moderna. Y qué más da que tomarse ciertas pastillas todos los días sea algo así como salir todos los días con paraguas a la calle. Para qué vamos a mirar si hace sol si con el paraguas seguro seguro que no nos mojamos. Los fabricantes de paraguas estarán encantados. Y las farmacéuticas, con la influencia que tienen en el sistema de salud, ya ni te cuento. 

Como siempre, lo que subyace al miedo a salir sin paraguas todos los días o a no tomarse todas las pastillas preventivas posibles, es la idea de que estar sanos es una decisión personal. Y enfermar, por lo tanto, un descuido reprobable. Todos lo hemos sufrido alguna vez. Al quejarnos de un dolor de espalda o de una garganta inflamada, esa respuesta latigazo tan condescendiente que dice: qué habrás hecho. Ay, es que no te cuidas nada. Seguida de una lista de lecciones moralizantes sobre cómo no volver a cometer el mismo error, por tu bien. 

Pero ¿qué hacer con ese yo aterrado ante la muerte que no encuentra otra solución que atiborrarse de pastillas y ejercicios y someterse a privaciones humillantes y dolorosas con el vano objetivo de controlar la decadencia del cuerpo y prolongar todo lo posible el envejecimiento? Este no es un libro de autoayuda, así que Barbara Ehrenreich no ofrece consejos ni promete soluciones. Pero sí esboza, en un capítulo esperanzador, ideas sobre la invención del yo en el mundo moderno y sobre la muerte, no como "un aterrador salto al abismo, sino como algo más parecido a un abrazo a la vida que continúa". Como dice el poema de Bertold Brecht con el que cierra el libro: 

"Ya hace mucho tiempo
que no temía a la muerte, pues nada
puede faltarme si yo
mismo falto. Ahora
también he logrado alegrarme con todos
los mirlos que cantarán cuando yo no esté". 



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