Me gusta muchísimo cómo escribía Carmen Martín Gaite. Su elegancia, su ironía y su perspicacia psicológica. Hay pocas novelas de la literatura española de finales del siglo XX que haya disfrutado tanto como Nubosidad variable y cada vez que vuelvo a sus libros siento que regreso a un lugar conocido que me hace feliz y que nunca me canso de explorar.
Martín Gaite escribió este libro como una tesis, un trabajo académico con el que se proponía investigar la influencia de la guerra civil y, sobre todo, del régimen político posterior, en las relaciones amorosas. Es decir, la influencia de la política en la vida privada de los afectos. Es un ensayo al que no le falta la ironía y que parece escrito con la distancia de quien ha superado hace tiempo todos aquellas costumbres y las rescata para enseñárselas al mundo con un gesto amable y un puntito condescendiente que dice: mirad qué cosas más bárbaras nos inculcaban de pequeñas. Y lo entiendo, entiendo esa distancia. El libro se publicó en plena década de los ochenta, unos años de ruptura y libertad, y aquellas mojigaterías franquistas parecía que quedaban no sólo muy lejos, sino enterradas para siempre. Sin embargo, bien entrado ya el siglo XXI, reconozco muchas actitudes actuales en las descritas en este ensayo, y no puedo evitar leerlo no sólo como un rescate arqueológico, sino como una advertencia que parece decir: de aquí salieron la mayoría de vuestros traumas emocionales, no volváis a cometer los mismos errores.
Este libro trata sobre el daño que la moral católica infligió en el desarrollo emocional de la generación de la postguerra. "Restringir y racionar" era la consigna que aplicó la dictadura de Franco para instruir a la gente sobre la manera correcta de gestionar su economía. Y, por extensión, de gestionar sus emociones. La manera correcta de vivir pasaba por mutilar la expresión de sus emociones con aquellas instrucciones que a casi todos nos han intentado enseñar de alguna manera: los hombres no lloran ni se muestran vulnerables ni hablan abiertamente de lo que sienten; las mujeres no alzan la voz, aspiran a un único amor para toda la vida y cargan con todo el peso del trabajo doméstico. (Hay un capítulo muy significativo en el que la autora describe cómo a los hombres la promiscuidad les vuelve sabios mientras que a las mujeres las vuelve golfas. Hoy quizá usaríamos otros adjetivos pero seguimos juzgando la actividad afectiva y sexual de hombres y mujeres por raseros bien distintos).
A partir de los años 50 la economía prosperó y empezó a olvidarse paulatinamente del sufrimiento causado por aquella sádica doctrina del "restringir y racionar", sin embargo, aquella moral perduró en la mentalidad de amplias capas de la sociedad, millones de hombres y mujeres que siguieron transmitiendo a sus hijos la idea de que "restringir y racionar" la expresión de sus emociones (en especial si se salen de la norma o tienen que ver con su sexualidad) era la forma correcta de vivir.
Esta educación la veo yo todos los días en la librería. Aplicada a la economía particular, a la inteligencia emocional y a todo tipo de situaciones. Es una educación basada en el sermón, en los dogmas y en los mandamientos, que dice que para casi todo hay una sola forma de hacer las cosas correctamente, una única solución buena para cada problema, y que sigue creando generaciones enteras que piensan con naturalidad que su forma de entender la vida, desde su libertad para morir dignamente hasta sus elecciones culinarias de los domingos, no sólo es la mejor, sino la única correcta.
No sé si era el propósito último de Carmen Martín Gaite al escribir este ensayo, pero yo lo he leído como una denuncia demoledora de lo que un estado doctrinario puede hacer con la educación afectiva de la gente y cómo puede encadenar al sufrimiento a decenas de millones de personas para tratar de salvarlos de una serie alucinada de peligros imaginarios.
Es cierto que en setenta años hemos progresado bastante. Nuestra forma de entender las relaciones amorosas en 2020 se habría considerado un insulto a la decencia y a la buena educación en 1950. Y sin embargo, parte de aquella represión emocional que era la norma entonces sigue rigiendo la educación de muchas familias setenta años después. El sexo como tabú, el gran amor único y para siempre, la maternidad como destino, la insinceridad al hablar de las emociones y la pervivencia de los roles de género siguen estando muy presentes. La sombra de este puritanismo castrador tan nacional y tan católico es muy alargada. Pero me consuela imaginar el escándalo con que juzgarán nuestras mojigaterías dentro de setenta años, cuando algún lector lea sobre nuestros usos amorosos de la era digital y se eche saludablemente las manos a la cabeza.
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