Que no se rinda al tiempo, que se incruste
como una larva eterna en mi costado
para que de su mano cada día
con tus ojos intactos resucites,
con tu luz y tu pena resucites
dentro de mí.
Para que no te mueras doblemente
pido al dolor que sea mi alimento,
el aire de mi llama, de la lumbre
donde vengas a diario a consolarte
de los fríos paisajes de la muerte".
Este libro habla de dolor. Del dolor de una pérdida. De la pérdida de un hijo: la más atroz, dicen, que puede sufrir un ser humano. Dos mujeres, dos poetas, dos madres perdieron a su hijo de la misma manera. Ambos se llamaban Daniel y ambos se suicidaron. De esta improbable y terrible coincidencia nace este libro, un poemario a dos voces en el que Chantal Maillard y Piedad Bonnett nos hablan del dolor y de la pérdida, de esa cuerda tensa que cada una sujeta con una mano y al final de la cual sólo hay oscuridad. Y una feroz, muy feroz esperanza.
Yo no puedo entender ese dolor. Pero estos poemas abren una rendija en mi intuición con la precisión brutal con la que un cirujano interna un bisturí entre dos costillas para buscar la herida, para sacar la bala, para tratar de paliar el daño, bañado el intento de sangre.
Este libro no se puede entender. ¿Cómo entender la náusea y el miedo, "la marea del miedo / subiendo entre los juncos"? La incredulidad de "un pez que salta y ya no encuentra el agua". No, no se puede entender. Sólo cabe internarse en él sin brújula y leerlo con las manos abiertas, manos afortunadas las nuestras que no sujetan ninguna cuerda tensa hasta el abismo, para aprender que la oscuridad más profunda también tiene sus caminos, sus senderos, sus precipicios. Y que todos están hechos de lo que se esconde detrás de las palabras.
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