jueves, 22 de octubre de 2020

LOS CHICOS DE LA NICKEL

Vaya novelón. 

Ya me impresionó su anterior novela, El ferrocarril subterráneo, en la que Colson Whitehead nos llevaba por las rutas clandestinas que ayudaban a los esclavos negros del sur de Estados Unidos a escapar a los estados del norte en el siglo XIX. Como aquella, Los chicos de la Nickel también es un homenaje vibrante a esa minoría de hombres y mujeres que prefirieron la muerte casi segura a una vida entera de esclavitud. Que sufrieron persecuciones, chantajes, violaciones, torturas, apaleamientos y violencias de todo tipo por el color de su piel y que, pese a todo, siguieron adelante en busca de un sueño que consideraban legítimo. Ese sueño estaba inscrito en mármol en la constitución de su país. Ese sueño decía que todos los hombres habían sido creados iguales, y que todos tenían derecho a la vida, a la libertad y a la búsqueda de la felicidad. Todos los hombres. ¿No eran ellos hombres, acaso?

Un homenaje vibrante y una defensa encendida de la dignidad como refugio, la dignidad como única forma de sobrevivir al infierno. Estamos en la década de los años sesenta, la década de los autobuses por la libertad, de las sentadas pacíficas, de los discursos que inspiraron a tantos, de la posibilidad, tan poderosa y tan ingenua, de que el amor pudiera triunfar contra el racismo. Elwood es un chico negro que confía en que su acceso a la universidad pueda romper con las convenciones marcadas por el color de su piel y por su clase social. Pero el día que va a hacer la matrícula, la mala suerte y el racismo institucional se cruzan en su camino y lo envían a la Nickel, un reformatorio con un método educativo que esconde una trastienda tenebrosa. 

Esta es una novela contundente, importante y durísima sobre la educación, el respeto y la memoria. Sobre la posibilidad, y a menudo sobre la necesidad, de mantener siempre la cabeza bien alta, “aunque las consecuencias acechen en esquinas oscuras al llegar a casa”.

Medio siglo después de aquella década gloriosa que parecía poner punto y final a siglos de barbarie, el color de la piel sigue determinando si un chico muere asfixiado en una detención policial o sale ileso con una reprimenda, sigue determinando el valor de una persona, su derecho a la vida, a la libertad y a la búsqueda de la felicidad.

Medio siglo después, aún queda mucho camino por recorrer.



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