viernes, 16 de octubre de 2020

LA ODISEA VISTA POR PENÉLOPE Y SUS DOCE CRIADAS

"Porque nada hay más dulce que la patria y los padres, ni siquiera cuando uno habita un hogar opulento bien lejos, en tierra extraña, alejado de su familia". 
La Odisea es una historia de añoranza. Del anhelo universal que siente aquél que desea constantemente regresar a su hogar. Una historia del poder de las raíces. Un canto bellísimo sobre las tentaciones y penalidades sin medida que logra vencer un hombre por amor a su patria y a su mujer. En un ejemplo de tenacidad y audacia, de inteligencia y camaradería, Odiseo nos enseña que hasta para afrontar la muerte uno debe mantener siempre los ojos bien abiertos y la imaginación despierta. 

Pero la Odisea que todos leemos y admiramos es sólo una versión de la historia. Es la versión heroica de Odiseo. Odiseo el valiente, Odiseo el "maestro de enredos". Incluso cuando Homero nos lo presenta como "embaucador y taimado" lo queremos como lo quiere Atenea, la de los ojos glaucos, porque ¿qué otra cosa podemos hacer con un héroe favorecido por los dioses sino admirarlo y amarlo? 

La Odisea es una historia de un hombre rodeado de otros hombres. Pero, a diferencia de la Iliada, también es la historia de un hombre rodeado de mujeres. De diosas y ninfas y sirenas que tratan de tentarlo en sus viajes, por un lado. Y de su mujer y sus criadas, por el otro, que esperan durante años y años su improbable regreso. Penélope ha sido durante veintiocho siglos un símbolo universal de fidelidad conyugal. Pero, ¿qué sabemos de ella, aparte de su inteligencia y su abnegación? Gracias a su hijo postadolescente, que la manda callar siempre que puede, tampoco sabemos lo que le gustaría decir. Y por supuesto, no tenemos ni idea de lo que se le pasa por la cabeza durante esos interminables veinte años, además de tejer, destejer y llorar. Margaret Atwood ha decidido que ya está bien de silencio, que ese personaje merecía tener por una vez una voz propia para reivindicar su papel en esta historia y dejar de encarnar esa sosa figura edificante: "un palo con el que pegar a otras mujeres", menos dignas, menos consideradas, quizá menos dispuestas a esperar veinte años el improbable regreso de su improbable héroe. 

Pero Atwood no sólo transforma a la aristócrata Penélope en aedo para que nos cuente su propia versión, rotunda y enojada, de la Odisea. También da voz a las doce criadas que el gran Odiseo y su hijo Telémaco asesinan al final de la historia por haber "confabulado" con el enemigo. A través de ellas la autora rescata esas voces humildes que los mitos callan, las vidas de las que no nacieron reinas ni nobles y sufrieron por ello, las vidas de las que también lloraban como Penélope, pero no de añoranza sino de dolor tras la última violación, o de hambre, escondidas en un granero vacío. Mujeres válidas para ser vendidas, usadas, canjeadas, desechadas. No engendradas con amor y esperadas con anhelo sino simplemente arrojadas a la brutalidad de la vida, espontáneamente, como las flores en los campos o los renacuajos en las charcas. 

Esta es la historia también de las famosas doce criadas, de las que Homero apenas cuenta nada. Doce criadas que, como en el teatro clásico, son el coro burlesco que desafía la nobleza trágica de la historia. Aunque aquí, más que burla, sus intervenciones son dedos acusadores que maldicen al héroe por haberlas asesinado, cuando su delito no era otro que haber sido carne gratuita a disposición de la lujuria de una panda de rufianes. Dedos acusadores que persiguen a Odiseo hasta el Hades y por los siglos de los siglos seguirán llenando sus sueños de pesadillas de sangre. 

En este libro, Atwood agarra el poema épico, lo arroja al polvo, lo despoja de su elocuencia grandilocuente y nos lo devuelve en toda su impureza y cercanía. Con un tono mordaz e irreverente, esta versión de la historia resulta mucho más creíble que la "versión oficial" de los aedos. Tanto que, después de leerla, uno se lleva las manos a la cabeza pensando cómo es posible que alguien en su sano juicio alguna vez haya podido dar crédito a esos embusteros lacayos del poder. 




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