De adolescente me pidieron que escribiera un poema y elegí que tuviera rima y forma concreta: dentro de la camisa de fuerza de un soneto me sentía seguro, a salvo de desparramar mi torpeza por los versos libres. En el conservatorio me pidieron que compusiera una obra para orquesta y elegí un tema con variaciones. Tardé una semana en escribir los dieciséis compases del tema, y los doscientos de las variaciones me los ventilé en apenas un día: me costaba horrores encontrar caminos, pero una vez trazado uno, y delimitadas las fronteras de mi reino, el resto del mapa me salía sólo.
Siempre me ha costado nadar en mar abierto. En la seguridad de la piscina me siento a salvo de tiburones y flatos e improvisaciones constantes. Por eso me admira la capacidad de Sergio del Molino para salirse del tema y nadar y nadar alejándose de las boyas y del agua conocida, despistándome con digresiones y cerros de Úbeda sin por ello perder de vista la costa. Frente a mi soneto y mis variaciones, intuyo que él habría escogido un romance y una rapsodia, formas laxas donde la improvisación es un juego de luces que despista y no deja ver con claridad los andamios de la estructura y la forma. Como en este libro, hecho de capítulos en forma de cuentos que un padre le cuenta a su hijo para hablarle de monstruos y de brujas, para hablarle de sí mismo.
La premisa es contundente: la piel es un pasaporte. Si tenemos el color adecuado, la uniformidad adecuada y la textura adecuada, cruzaremos sin sospecha todas las fronteras. Pero ay si no es así.
Nuestra forma de ver la piel ajena siempre está cargada de prejuicios: ¿piel oscura?, extranjero; ¿piel tatuada?, delincuente; ¿piel escamada?, falta de higiene. A través de la piel nos expresamos. Y a través de la piel nos juzgan. Si uno no tiene la piel adecuada, en algún momento recibirá miradas cargadas de prejucios, acusaciones, violencia, racismo o asco. Sergio del Molino cuenta en primera persona cómo nuestra piel y sus impurezas determinan nuestra relación con el mundo.
Mi lectura de este libro ha estado punteada de carcajadas y de bolígrafos desenfundados a toda prisa para apuntar tal o cual frase memorable. Y es que la prosa de Sergio es divertida e ingeniosa, y lo que nunca deja de maravillarme: revela una cercanía y una franqueza emocionantes. A veces da un poco de vértigo la desnudez con la que cuenta ciertas cosas. Aunque luego advierta que no todo tiene que ser cierto y que ha inventado hechos y retocado personajes ("la verdad nunca está en los datos, y eso lo sabe cualquier lector"), hay capítulos como "Conversaciones con un rey de piedra" que estremecen y dejan la piel de gallina, esa piel cuya vulnerabilidad aflora en cada capítulo y que nos identifica como seres humanos.
Me han gustado especialmente el capítulo sobre Nabokov y "Mariposa en vasco". Me encanta cómo Sergio escribe sobre sus escritores favoritos. Después de leer el retrato personal que hizo de Baroja en En el país de Bidasoa, daría unos añitos de librero por seguir leyendo sus homenajes íntimos a sus escritores favoritos.
Una de las cosas que más le agradezco a Sergio es que consiga tan fácilmente que me interese lo que antes no me interesaba y que sepa proyectar tantas ideas y emociones nuevas en mi pared blanca de lector. Con La piel me ha llevado en volandas a base de ingenio, de historias curiosas y de lágrimas. ¿Cómo puede un tío tan bruto hacerte llorar?, me dijo un día con sorna una amiga en la librería. Quizá porque las historias que a ti te hacen llorar a mí me dan un poquito de risa, le respondí con mirada airada. Y por cierto, ¿a que no has leído su La hora violeta? Pues no, me contestó, pero con sus posts de... Entonces basta de pullitas absurdas y a leer. Y luego hablamos lo que quieras de lágrimas y emociones.
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