viernes, 19 de junio de 2020

DE LA ENFERMEDAD

Desde siempre la literatura se ha ocupado mucho más de la mente que del cuerpo. No solamente los personajes de nuestras novelas favoritas casi nunca tienen hambre o sed y nunca nunca nunca orinan ni defecan, sino que es muy poco habitual que se pongan enfermos y describan su sufrimiento físico. ¿Cómo es posible? ¿Por qué la enfermedad es menos importante que el amor, la batalla o los celos? No hay una sola novela dedicada a la gripe. Ni un poema épico a la fiebre tifoidea. ¿Acaso no han sido ambas más letales que la mayoría de los ejércitos? ¿Acaso las enfermedades no han cambiado vidas e historias y determinado quiénes somos una y otra vez?

Pero no, el dolor del cuerpo nunca se sublima en literatura. Se queda en la suciedad de la memoria y en cuanto buscamos palabras para describir el sufrimiento, rápido lo barremos con la escoba del pudor y plantamos en su lugar una angustia de amor o una vulgar esquizofrenia. La enfermedad de la mente, sí. La enfermedad del cuerpo, nunca. 

En este breve ensayo Virginia Woolf escribe que "la literatura procura sostener por todos los medios que se ocupa de la mente; que el cuerpo es una lámina de vidrio por la que el alma ve de forma clara y directa". Y que la realidad es más bien lo contrario: el cuerpo es un cristal voluble que se curva y se empaña condicionando con sus impulsos y necesidades nuestra percepción de todo lo que nos rodea.

¿Por qué el cuerpo no va a tener su nobleza, su trascendencia? ¿Por qué no va a poder sublimarse, en sus más elementales y obscenas quejas, como un elemento central y definitivo de una obra de arte universal?

¿Y el lenguaje? Qué escasez de medios nos deja el lenguaje para expresar las exasperaciones del cuerpo. "Cualquier colegiala enamorada cuenta con Shakespeare o Keats para expresar sus sentimientos; pero dejemos a un enfermo describir su dolor de cabeza a un médico y el lenguaje se agota de inmediato".

Me ha gustado este texto de Virginia Woolf. Parece escrito de un tirón, y se lee así, como una larga parrafada, como una digresión que cautiva precisamente porque se va por las ramas. Con su prosa frondosa, rica en metáforas y frases sinuosas como senderos de un jardín botánico, defiende, un poco en la línea de Anatole Broyard en Ebrio de enfermedad, la incapacidad de la compasión para tender puentes de entendimiento y la soledad intrínseca de todo enfermo. "No conocemos nuestra propia alma, y mucho menos las almas de los demás. Los seres humanos no vamos todo el trecho del camino cogidos de la mano. Hay una selva virgen en cada uno; un campo nevado en el que se desconocen incluso las huellas de los pájaros".

La enfermedad nos obliga a desertar de ese incesante movimiento hacia el esfuerzo productivo. Los enfermos son desertores de la vida. Y en su deserción contemplan el cielo, escuchan las palabras y les encuentran significados ocultos que los sanos no perciben. Virginia Woolf estuvo enferma durante largos periodos de su vida. Y me la imagino así, tumbada al sol, mirando al cielo, pensando en su cuerpo y en su soledad y en su necesidad de ser comprendida y en las huellas de los pájaros del campo nevado que todos llevamos dentro. Su librito me ha abierto algunas ventanas sobre este tema infinito de la enfermedad. Me ha mostrado, no sé muy bien cómo, unas huellas diminutas en mi campo nevado. Me toca a mí ahora ir a descubrir qué las ha dejado. Y adónde ha ido. 



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