Para mí, leer a Garcilaso es caminar por los bordes de la comprensión. Lo entiendo y no lo entiendo. Es como escuchar hablar en italiano, con todas esas palabras saltarinas que evocan imágenes muy familiares en mi cabeza pero que no logro apresar del todo para formar un hilo coherente. Como pulsar las teclas de un clave para los pianistas: todo parece en su sitio pero el tacto cambia, las distancias se vuelven más cortas y sientes que el instrumento respira de otra forma, reacciona de otra forma y se queja y tropieza porque no terminas de guiarlo hacia donde tú quieres.
Garcilaso de la Vega |
Leo estos días a Garcilaso porque P. está repasando el renacimiento español y a veces me gusta acompasar mis lecturas a sus estudios. Es una forma de entenderla mejor si una égloga la despierta en mitad de la noche y necesita sacar a los pastores y sus amores frustrados de su cabeza para volver al sueño. Y también lo leo porque tengo un recuerdo bonito de cuando lo estudié con quince años. Tras el Libro de buen amor y El cantar del Mío Cid, que para lo que me transmitieron ya podían haber estado escritos en griego antiguo, los poemas de Jorge Manrique y de Garcilaso de repente encontraron el camino para internarse en mi adolescencia y me conmovieron. No lo entendía todo. Me molestaban todas esas palabras cambiadas de sitio, esos verbos desusados que me olían a cuero viejo y a aventuras de Hernán Cortés. Pero daba igual. Entonces entendí que no hacía falta controlar el sentido de todas las palabras si estas encontraban el modo de volar en mi cabeza y producir imágenes sugerentes y emociones inexplicables.
Recuerdo haber salido un día a la pizarra, en el instituto, con la mirada en el suelo y las manos temblorosas, a recitar el famoso soneto XXIII ante las risitas de mis compañeros. Y al terminar el último terceto, marchitará la rosa el viento helado, / todo lo mudará la edad ligera / por no hacer mudanza en su costumbre, la clase se quedó callada y no hizo falta que la profesora nos explicara el sentido de aquellos versos para que el poema se quedara flotando en nuestras cabezas ensimismadas, de la misma forma y quizá con la misma potencia con que nos emocionábamos con aquel desgarrador carpe diem de Robin Williams en El club de los poetas muertos.
Hoy leo a Garcilaso un poco de otra forma, pero algo de aquella emoción perdura. Y uno de los aspectos de su vida que me han llamado ahora la atención ha sido la relación de amistad que tuvo con Juan Boscán, con el que tradujo el Cortesano de Castiglione e introdujo el humanismo renacentista italiano de los poetas soldados en España. Esas amistades masculinas tan intensas y tan explícitas del renacimiento (Ronsard y Du Bellay, De la Boétie y Montaigne) siempre me han llamado la atención. Y me gusta pensar, dejando volar la imaginación, que bajo el ideal de amistad masculina que estos escritores aprendieron leyendo a los clásicos grecolatinos, palpitaba a veces también un amor más terrenal y apasionado que, por prohibido, debía camuflarse bajo los faldones de la retórica y lo sublime.
Veinte años después de la primera vez, leer a Garcilaso sigue siendo para mí como caminar por los bordes de la comprensión. Como escuchar hablar en italiano o pulsar las teclas de un clave. Pero no importa. No hace falta ningún diccionario ni profesora que lo explique. La emoción de sus versos me sostiene en ese borde y sus quejas de amor ideal y terrenal, tan sencillas y elegantes, me llegan diáfanas con su música intacta.
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