El físico imponente de este libro ocupa una parte importante de nuestra sección "Afganistán en los libros", que montamos a raíz de la vuelta de los talibanes hace menos de dos meses. Todo eran buenas críticas, y el libro no dejaba de guiñarme el ojo cada vez que me acercaba a engrosar la sección con nuevos libros, así que sencillamente no podía no leerlo. Un cómic sobre una misión humanitaria. El periplo de un fotógrafo francés por el país en guerra en los ochenta. Una mezcla de viñeta y fotografía para retratar un país hospitalario y hostil. Todo me llamaba para irme de viaje. Y qué alegría haberme dejado llevar.
Estamos en 1986 y el joven fotógrafo francés Didier Lefèvre se marcha a Afganistán en plena guerra contra los soviéticos para incrustarse en una misión de Médicos Sin Fronteras y hacer un reportaje de su viaje. El viaje es principalmente a pie y consiste en atravesar clandestinamente la frontera desde Pakistán cruzando varios puertos de alta montaña a más de cinco mil metros. A la dureza de la marcha se une la belleza sobrecogedora de la naturaleza, la hospitalidad a corazón abierto de los afganos, la angustia de las intervenciones en hospitales improvisados y la fraternidad que se establece entre un grupito de personas dispuestas a cualquier cosa por aliviar en la medida de sus posibilidades el sufrimiento de la gente.
El cómic, dibujado por Emmanuel Guibert, intercala muchas de las fotografías que el propio Lefèvre tomó en los meses que duró su periplo, en un contraste que al principio desorienta, pero que al poco se vuelve natural y uno se pregunta cómo es que no hay muchos más cómics híbridos como este. Por momentos me ha recordado a las historias de Guy Delisle, por la misión de MSF y por la mirada inocente y desconcertada a una sociedad tan ajena a nuestras costumbres occidentales. Pero, en realidad, creo que no he leído nunca nada igual. Tan sencillo, tan directo y con un ritmo y un estilo tan especiales. No se parece a nada que haya visto pero fluye con la naturalidad de lo de siempre.
A menudo, cruzando un puerto nevado a cinco mil metros en mitad de la noche para evitar los bombardeos rusos, o secuestrado por un policía afgano extorsionador, el fotógrafo se pregunta qué hace allí. Qué hace allí pudiendo estar tranquilamente en su casa de París o recogiendo flores con su abuela en el jardín. La respuesta, aunque a veces tarda en llegar, siempre es la misma. Está allí para hacer fotos. Para dejar testimonio. Una huella de un momento, de unas personas, de una humanidad a prueba de guerras. Para que no se olvide, quizá. Y, quizá también, para que sirva de advertencia.
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