jueves, 14 de noviembre de 2019

EL INFINITO EN UN JUNCO

Leo este libro en casa. También en la librería en esos ratitos sueltos en los que no viene nadie. Leo y releo porque a veces ni pongo marcapáginas al cerrarlo, qué más da, es un libro río, viene y va, con meandros que me llevan de un lado a otro de forma aparentemente caprichosa. Meandros en los que me encuentro con escenas familiares, Hipatia en su biblioteca, Alejandro imponiendo la cultura griega por medio mundo, y otras nuevas y sorprendentes, como Marcial volviendo a su pueblo de la Hispania vacía tras años de vida tumultuosa en la juerguista Roma. Meandros exquisitos, eruditos, delicados y profundos que me cautivan y me hacen desear que este libro-río no se termine nunca, que siga llevándome por donde quiera, de los papiros a las tablillas, de los códices a los ebooks, por cualquier camino que se le ocurra a la imaginación entusiasta de Irene Vallejo.

Hace un par de meses Irene me escribió para anunciarme la publicación de este libro y para avisarme de que le había pedido a la editorial que me enviara un ejemplar, en recuerdo de un café que nos tomamos dos años atrás y que recordaba con cariño. Ay, si todos los escritores se dirigieran así a los libreros para llamar su atención. Esa elegancia generosa al escribirme es la misma que recorre este libro, hecho de pequeños capítulos que, como teselas, componen un gran mosaico, apasionado, amenísimo y muy hermoso, sobre el origen de los libros en el mundo antiguo.

Es un libro lleno de ventanas a otros libros, otras épocas y otras formas de entender las historias y nuestra forma de vivir, que no es otra cosa que nuestra forma de contarnos. Me ha recordado a la amenidad cautivadora de la prosa de Mary Beard, y me ha emocionado su escritura íntima, salpicada de anécdotas personales, de las que rezuma pasión por la cultura clásica y un amor profundo e inmenso por los libros y la literatura.

Me he hecho amigo de Marcial y de Ovidio, me he ido de fiesta con ellos y he saboreado su éxito y su tristeza de una forma tan cercana que no he podido evitar irme después directo a sus epigramas y poemas amatorios. Gracias a Irene, las frías piedras desperdigadas de los yacimientos romanos se alzan de nuevo y cobran vida, una nueva vida tan tumultuosa e inabarcable como la nuestra. Y es que este libro, que habla de la antigüedad clásica, expone ideas brutalmente actuales. Conecta a Homero con Kurosawa en el mismo párrafo, y recurre a Heródoto para hincar el dedo en miedos terriblemente cotidianos en nuestra España convulsa: "la línea divisoria entre la barbarie y la civilización nunca es una frontera geográfica entre diferentes países, sino una frontera moral dentro de cada pueblo; es más, dentro de cada individuo".

Irene ha conseguido algo poco común en los libros de historia: que interese, enseñe y conmueva a partes iguales. Se nota que escribe desde la pasión y el amor, que escribir para contar historias no sólo es su trabajo, sino una vocación con raíces profundas. Ella lo dice así de bonito: "Escribo porque [...] me fascina la delicada urdimbre de las palabras. Me siento heredera de esas mujeres que desde siempre han tejido y destejido historias. Escribo para que no se rompa el viejo hilo de voz". 

Querida Irene, el viejo hilo de voz lo has convertido en río inagotable. 




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