Este verano del 2018 para mí estará marcado por la lectura de las casi mil doscientas páginas de esta obra de historia monumental, exhaustiva e interesantísima a la que solo le encuentro una pega: que se acabe en el año 2005, fecha en que desgraciadamente perdimos a este gran historiador. Trece años desde entonces es mucho tiempo pero confío en que aparezca otro historiador de parecida talla para que nos siga desgranando con tanta claridad los avatares de este mundo tan complejo en el que vivimos.
Recuerdo que cuando empecé a trabajar con trece años en Barcelona leía a diario los titulares de La Vanguardia (no tenía acceso ni tiempo para mucho más). A los dieciséis estaba ya en Madrid trabajando en una editorial y me informaba cada mañana con el ABC, en aquella época un periódico más imparcial que hoy, y por la tarde con Pueblo para equilibrar, hasta que salió El País y se convirtió en mi periódico favorito, incluso cuando viví fuera de España. Llevo desde 1955 siguiendo la actualidad social, política, económica y cultural y eso me había hecho creer que conocía bien la etapa que Judt trata en su libro. Craso error.
Todo me sonaba, incluso los nombres de presidentes y primeros ministros de los países más importantes. Recordaba bien los años de las guerras de Corea, de Vietnam, de Yugoslavia, y, cómo no, la barbarie nazi. Con este ensayo he descubierto que mis conocimientos eran amplios pero de trazo grueso, me faltaban los detalles, las circunstancias, las cifras, el trazo fino necesario para que cualquier criterio se pueda formar adecuadamente.
Si tuviera que elegir una sola palabra que describiera la terrible historia de la segunda mitad del siglo XX, sin duda elegiría indiferencia, porque fue eso precisamente lo que permitió tantas atrocidades. Los crímenes de Stalin y Hitler no hubieran podido tener nunca las dimensiones que tuvieron si no hubieran contado con la complicidad de gobiernos y el silencio de tanta gente.
Durante más de treinta años, desde 1945 hasta los años 80, la población europea en general cerró los ojos y no quiso saber ni recordar lo que había sucedido, en buena medida porque compartían una responsabilidad excesivamente incómoda. Un ejemplo: el gobierno de Vichy fue un cómplice perfecto de Hitler y los gobiernos franceses hasta Mitterrand en los años 90 no reconocieron el papel de Francia en el exterminio judío, ni siquiera las torturas practicadas por su ejército en Indochina y Argelia. Hubo que esperar al presidente Chirac, en 1995, para que en Francia se empezara a reconocer la responsabilidad de su gobierno en la segunda guerra mundial. Había pasado medio siglo. Otro ejemplo: en Austria, que había colaborado enviando varios miles de militares como guardianes de los campos de concentración, en 1991 la mitad de sus ciudadanos creían que los judíos habían sido responsables de su persecución.
Tony Judt |
Como buen británico, Judt dedica más espacio a los acontecimientos relacionados con su país y con Estados Unidos. De España comenta que cuando terminó la dictadura en 1975 estábamos en una situación económica y social tan precaria como la de los países del este, a años luz de países como Francia, Alemania, Inglaterra, Suecia o Noruega. Fue tan nefasta la dictadura de Franco como el comunismo en países como Polonia, Hungría, Yugoslavia o Bielorrusia.
Nos informa que en España teníamos el 60% de todos los conventos y monasterios del mundo, unos 900. Poco a poco la práctica religiosa ha ido reduciéndose, incluso en Polonia, y cada vez menos jóvenes participan activamente en ella. Durante los años cincuenta los curas católicos holandeses se negaron a participar en la construcción de un monumento internacional en Auschwitz tachándolo de "propaganda comunista", opinión que también compartía el Papa.
A pesar de los horrores pasados, o quizá a causa de ellos, ahora son los europeos los mejor situados para ofrecer al mundo ciertos modestos consejos sobre cómo evitar la repetición de sus propios errores. Pocos lo habrían predicho hace sesenta años, pero el siglo XXI todavía puede pertenecer a Europa.
La creatividad europea, creo, es el último baluarte frente a las sirenas del materialismo estadounidense. Los sistemas de bienestar europeos superan ampliamente a los de Estados Unidos, tienen un 50% menos de vacaciones y trabajan más horas, lo que redunda en una peor salud, a pesar de que se gastan en sanidad el doble que cualquier país europeo, y tienen a 45 millones de personas sin seguro médico. Colocan grandes vallas poniendo "Ama a tu prójimo" pero asesinan y violan a su prójimo en una escala que conmocionaría en cualquier nación europea. Están en su mayoría a favor de la pena de muerte y la tenencia de armas, algo que ni siquiera se contempla aquí, y su partidismo en el conflicto árabe-israelí avergüenza incluso en la ONU. Su falta de compromiso para resolver el calentamiento global es otra de las diferencias, y la cifra de niños, mujeres y afroamericanos en la miseria es un escándalo. Son muchas diferencias fundamentales que animan a pensar que algo se está haciendo mejor en Europa. Ojalá se reconduzcan otros temas que, como el de la inmigración o la burocracia, no se están resolviendo de forma adecuada, en mi opinión.
Un libro para leer, releer y tener a mano para consultar. Muñoz Molina dijo que se leía como Guerra y Paz. Para mí ha sido como un máster en Historia apasionante.
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