A fuerza de estar todos los días tocando, hojeando y colocando novedades literarias, los libreros a veces nos volvemos un poco inmunes al poder de fascinación que estas ejercen en los lectores comunes. Y no es que ya no nos haga ilusión abrir ciertas cajas. Cuando sé que viene algo nuevo de Impedimenta o de Nórdica, automáticamente todos los libros que vienen en la misma caja desaparecen por arte de magia y sólo me quedan manos y ojos para ellos. Sencillamente son demasiado bonitos y apetitosos para no ser siempre protagonistas. Pero la verdad es que nos hemos acostumbrado. Nuestro amor por las novedades se ha vuelto fluido y estable como el de esas parejas bonitas que ya llevan varios años dando envidia a los solteros. Y al dejar a un lado esa ansiedad enamorada con la que cualquier lector ávido busca siempre los últimos libros publicados, a menudo volvemos la mirada a esos clásicos que siempre nos han recomendado y nunca nos hemos decidido a leer.
Hace unos días, colocando los libros de Saramago que tenemos en casa, P. me habló de Claraboya. Escrito a los veintinueve años, rechazado sin explicaciones por la editorial a la que lo envió, estuvo durmiendo el sueño de los ofendidos durante sesenta años hasta que, tras la muerte del autor, por fin vio la luz en 2011. Es inevitable preguntarse qué habría pasado si la editorial portuguesa que no quiso saber nada de él lo hubiera publicado en 1952. ¿Le habría dado a Saramago las fuerzas para seguir desarrollando en nuevas novelas todas las ideas que bullían en su cabeza? Lo cierto es que después de aquel fracaso no volvió a escribir narrativa en varias décadas y cuando la retomó, lo hizo con el estilo tan particular que cautivó a tantos lectores y le dio fama en todo el mundo. Quién sabe si tan largo silencio fue el abono que necesitaba su obra para crecer y diversificarse como lo hizo.
Claraboya transcurre en un patio de vecinos. La narración va pasando de casa en casa, de escena en escena, buceando por los pequeños dramas familiares, las envidias, los amores escondidos y la sencilla bondad de los personajes que viven en este edificio. Decenas de hilos invisibles unen sus vidas y Saramago los hace vibrar con precisión y delicadeza, como si fueran las cuerdas de un instrumento que interpretara una canción antigua e íntima. Hay algo de Pessoa en las inquietudes filosóficas de algunos personajes, en la rebeldía contra los caminos trazados y en el pesimismo lánguido ante el futuro. Pero aquí siempre triunfa la humanidad y la pasión, el deseo de vivir y de nombrar esas otras vidas diversas que no siguen las pautas previsibles para buscar su felicidad. "La experiencia que sólo le sirve a uno mismo es estéril", declara el zapatero filósofo. Sólo dando, dándose a los demás, nuestras vidas tienen algún sentido.
He encontrado mucha bondad en esta novela. Mucha pasión que sabe qué cosas importan de verdad y cómo contarlas. Lo he leído escuchando la voz de un Saramago joven que, sin embargo, ya parecía haber adquirido ese saludable aire de sabio con ganas de rebeldía. Una voz honesta y espontánea que parece venir de una sensibilidad que conserva su inocencia, "con un brillo en la mirada y un pájaro cantándole en el corazón".
José Saramago en los años cuarenta |
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