jueves, 3 de mayo de 2018

DR. URIEL

Cada tarde, a las seis, cerraduras que chillan, ruido de pasos. Las partidas de cartas se congelan, las conversaciones enmudecen. Y los presos aguantan la respiración con la mirada tensa, esperando que la comitiva pase de largo, que no les toque a ellos. Que sean otros, de nuevo, los que salgan de las celdas para no volver. 

Minutos después, cuando se desvanecen los pasos y las cerraduras vuelven a callar, se reanudan las partidas, las conversaciones retoman su animación de antes y la voz del sargento Sangrós se eleva por encima del miedo a ritmo de boleros, fandangos y seguidillas, "¡con todos ustedes, Radio Celda 14!". Y la vida parece que vuelve a coger algo de holgura, la camaradería renace, el jersey hecho por la hermana huele de nuevo a casa y los presos vuelven a acariciar en sueños la esperanza de salir vivos de allí. De momento, saben que vivirán una noche y un día más.  

Este cómic es una hazaña. Con una ilustración que empieza elegante y estilizada para ir volviéndose cada vez más expresionista a medida que el drama se despliega, describe con una precisión asombrosa cómo actúa el terror sobre una comunidad. En las primeras semanas de la guerra, ningún preso político pensaba en serio que sería fusilado. Fusilado por qué, si yo no tengo delitos de sangre. A pesar de las noticias de los paseos que los falangistas daban a todo rojo enemigo de la patria que encontraban, muchos siguieron creyendo en un sentido de la justicia que la guerra y la impunidad habían hecho saltar por los aires. 

El terror nos degrada a todos. Utiliza nuestra fe en la justicia y en el orden para conducirnos a la muerte sin resistencia. Nos hace sentir una abyecta gratitud cada vez que es otro el que desaparece, cada vez que vemos nacer otro día y sabemos que hemos sobrevivido. A los verdugos los vuelve sádicos; a las víctimas, pasivas; a los espectadores, cómplices. El terror es el arma más poderosa. Y su eficacia reside en que es inimaginable. Nadie se lo cree hasta que ya lo tienen encima. Como esos funcionarios, médicos, soldados, maestros y contables encerrados en la cárcel al principio de la guerra que esperaban tranquilamente un juicio justo que los liberara tras el caos de los disturbios y que fueron fusilados de noche y enterrados en fosas comunes. Fosas como heridas que están ahí, abiertas, tras ochenta años. Y que hoy en día toda la derecha de este país se niega a querer cerrar.

En este cómic, Sento (pseudónimo de Vicent Llobell Bisbal) reconstruye la experiencia de su suegro, Pablo Uriel, durante la guerra civil. El 18 de julio de 1936, el joven doctor Uriel, recién diplomado, estaba cubriendo una baja en un pueblo de Aragón. Fue llamado a Zaragoza, tomada por el bando nacional, para incorporarse a filas, y cuando llegó lo encerraron en la prisión militar por sus simpatías republicanas. Allí estuvo más de tres meses, escuchando los pasos tras la puerta, cada tarde a las seis, y disfrutando de la voz flamenca de Sangrós mientras se preguntaba cada noche: ¿quién decide estas muertes absurdas?

Al salir de la cárcel, gracias a la intercesión de su familia, decidió que el lugar más seguro para él, lejos de la vida asfixiante de Zaragoza donde podía volver a ser denunciado en todo momento, era el frente. Y allí se fue. Estuvo en la batalla de Belchite en el 37, sirviendo como médico en el bando nacional, y pasó el último año de la guerra en una prisión en Valencia, sobreviviendo y luchando contra las pésimas condiciones higiénicas de la cárcel. 

Esta puede parecer una historia más de la guerra civil. Quizá lo sea. Pero tan bien contadas, la verdad es que conozco muy pocas. El protagonista es inolvidable, por sus dudas, su integridad, su inocencia, su entereza al pasarse toda la guerra en el bando nacional a pesar de sus convicciones republicanas y darse cuenta de que cuando se trata de intentar que la gente no se muera, poco importan las ideologías. El único enemigo es la guerra. 

Y me ha impresionado, sobre todo, la brutalidad de la batalla de Belchite. La resistencia del doctor Uriel, sin medicinas, sin medios, trabajando para el bando que lo encarceló durante tres meses por sus ideas, ahogado de calor y de moscas, empapado de sangre ajena, días y días sin dormir vendando heridas con cortinas, cercados por el ejército republicano, un ejército al que siempre había querido pasarse para huir de la amenaza de la cárcel y de la muerte. Y, en el recuerdo, aquellos boleros del sargento Sangrós, una música alegre de tiempos de paz que un día de otoño, a las seis, enmudeció para siempre. 







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