
Algo así he hecho con este libro. Creo que nunca lo habría leído sin la recomendación de P. Pero lo que es seguro es que no lo habría disfrutado tanto si no llega a ser por el filtro de su entusiasmo con el que me he zambullido hasta el fondo de esta historia salvaje y descarnada de un mundo en buena medida desaparecido pero que en las manos de Delibes se vuelve carne palpitante.
Historia salvaje y descarnada, sí. Y, aparentemente, de difícil acceso. Acostumbrados como estamos al lenguaje escrito, con sus reglas de puntuación y su coherencia discursiva, leer las dos primeras páginas de esta novela requiere mucha atención y cierta paciencia. Es como llegar a un pueblo perdido de Extremadura e ir descifrando las frases de la gente a través del velo cálido de su acento. La impresión es fuerte pero dura poco. Así como a los cinco minutos uno ya comenta que hace una mijita de calor o se pregunta si la casa quedó bien afechada, a las cinco páginas la extrañeza desaparece y uno vuela por la novela como si el tono coloquial, hablado, hasta cierto punto experimental, fuera el tono de siempre de todas las novelas.
Salvaje y descarnada. Y violenta. Y atemporal. Trata de la soberbia de los que han crecido creyéndose por encima de los demás. De los que sojuzgan porque no entienden otra forma de relacionarse con quienes consideran inferiores. Y de los que bajan la cabeza y aceptan que su lugar en el mundo estará siempre un escalón por debajo porque siempre ha sido así, porque rebelarse es propio de insensatos, de locos. O de inocentes. Es una historia, también, sobre el amor a la naturaleza y la conexión profunda que se puede establecer entre un hombre y un pájaro. Tan profunda que quebrarla puede desencadenar el fin del mundo.
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