Hay muchas cualidades que acompañan y definen a Fernando J. López, una de ellas es la prudencia. Fernando es prudente porque con la sutileza del subtítulo de su último libro evita, entre otras cosas, el linchamiento. Aún recuerdo lo que le ocurrió hace unas semanas a la autora de un libro juvenil cuyo título empezaba con el peligroso sustantivo manual y que todo el mundo se tomó al pie de la letra. Fernando nos lo advierte ya desde la portada: ¡Ojo, es un manual gamberro, aquí entramos a pasárnoslo bien, aquí hay ironía y humor por doquier!
Y las expectativas se cumplen página a página. Porque Dilo en voz alta y nos reímos todos es, ante todo, un libro para reírse. Para reírnos de nosotros mismos ya seamos profesores, estudiantes, padres o el mismísimo ministro de Educación. En este libro hay mucha ironía porque solo desde ese recurso se puede hacer autocrítica sin caer en tremendismos y prejuicios anclados al pasado.
Si hay un hilo común que atraviesa todo el libro es la referencia a Finlandia. Quienes nos dedicamos a la educación (y quienes no se dedican a ello) estarán cansados de oír que los estudiantes finlandeses son los que ocupan los primeros puestos en pruebas de nivel, éxito escolar, etc. Y siempre esgrimen el nombre de este país para compararlo y decir lo mal que estamos aquí. De eso también se ríe el autor con una buena dosis de ironía.
Fernando nos lleva de paseo por el mundo de la educación secundaria en un instituto cualquiera. Y como él ha sido profesor sabe perfectamente de lo que habla. Por eso lo retrata tan bien. Es una caricatura, dirán algunos. Sí, es posible que caricaturice a ciertos protagonistas del acto educativo, pero solo desde la caricatura uno puede a la vez verse y no verse identificado con lo que lee. Solo desde la caricatura uno sabe que está ahí aunque haya exageración. En el fondo, en toda caricatura hay algo de retrato de uno mismo.
Entrar en las páginas de este libro es como entrar en un museo de la Educación donde punto por punto se nos explica qué ocurre en una junta de evaluación, qué tipos de profesores componen los claustros, qué surrealismos impregnan los exámenes de los alumnos o qué frase es la perfecta para decir en una reunión de padres.
Desde el cariño hacia los estudiantes y los compañeros y con un humor sutil a veces y muy ácido otras, Fernando se despacha a gusto con una profesión que no deja de sufrir los embistes de leyes educativas consecutivas y cambiantes, recortes y situaciones del todo surrealistas.
Lo mejor de todo es que en el fondo subyace un amor profundo por una profesión que engancha, la pasión por un mundo que no tiene absolutamente nada que ver con las películas que estamos acostumbrados a ver sobre institutos, cosa que deja evidente en su primer capítulo, que es antológico. Ese amor y esa delicadeza que recorren todo el libro están presentes gracias a la energía que hace que por mal que los profesores lo pasemos cada año y por mal que estemos considerados públicamente, algunos seamos adictos a esto de enseñar... ¿Qué digo enseñar...? Pero si además de profesores también somos (y cito): "animadores socioculturales", "organizadores de festejos", "terapeutas de parejas", "psicólogos", "enfermeros", "canguros", "conferenciantes", "actrices", "traductores", "policías", "guías turísticos", "trabajadores sociales", "seguratas", "jefes de protocolo", "conductores y taxistas" y hasta "redactores jefe".
Este es un manual recomendabilísimo para afrontar el inicio de curso con buen humor y reconocer al estudiante que un día fuimos, al profesor o padre que hoy somos o al ministro de Educación que quizá algún día seamos.
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