No, yo tampoco.
¿Quién lo ha leído?
¿Alguien?
¿Alguien que no se encuentre en estos instantes preparando una tesis doctoral en una biblioteca?
Casi nadie lo ha leído. O mejor: casi nadie ha pasado de la página cincuenta.
Junto con En busca del tiempo perdido de Proust, es una de esas obras que aparecen todos los veranos en los propósitos lectores de gente de todo el mundo para quedarse en eso: una línea no tachada en un cuaderno, una asignatura pendiente.
Los que lo han intentado dicen que no se entiende. Que no hay forma humana de leerlo. También lo decían los mejores amigos y valedores de Joyce cuando lo estaba escribiendo: ¿pero qué locura es esta?
Sin embargo, hay formas distintas de acercarse a ese libro impenetrable. Y una podría ser este cómic de Alfonso Zapico.
Dublinés es una biografía de Joyce en viñetas. Por sus páginas aparecen multitud de nombres ilustres: Ezra Pound, Lenin, Jung, Svevo, Hemingway, Sylvia Beach, Virginia Woolf. Y combina maravillosamente los hechos biográficos más relevantes de la vida de Joyce con los detalles cotidianos que definían su carácter. Era un juerguista, un derrochador, un irresponsable con su mujer y sus hijos. Poseía un talento descomunal y una arrogancia hecha a su medida. Se pasó media vida dando clases particulares de inglés, cosa que odiaba, y sableando a su hermano y sus amigos para irse de copas. Su ambición era describir Dublín y no salir de sus calles, porque sólo desde una narración localista podía llegar a la universalidad. Y para asegurarse la inmortalidad literaria, llenó sus libros de enigmas y puzles, de forma que los expertos tuvieran material para pasarse décadas y décadas debatiendo sus verdaderas intenciones.
Y es que Joyce no era en realidad un tipo serio. Odiaba la seriedad. Días antes de la aparición de Ulises, le confesó a Ezra Pound: "me atormenta pensar que quizá los lectores buscarán alguna moraleja en Ulises. O lo que es peor: se lo tomarán en serio."
Pocas cosas me parecen más actuales que esta preocupación del autor respecto a cómo leerá la gente su libro. Joyce jugaba con el lenguaje. Sus libros pueden tener pasajes melancólicos, incluso sombríos, pero no hay ni una línea escrita verdaderamente en serio. Ironía. Jocosidad. Juego. A mucha gente le cuesta entender que la literatura pueda alcanzar la excelencia mediante una serie de geniales tomaduras de pelo. Como si Shakespeare sólo fuera realmente bueno cuando pone una calavera en la mano de su protagonista para que filosofe o cuando llena el escenario de sangre y gritos desgarradores. Como si el arte tuviera que ser terrible y wagneriano para tener valor. O peor: como si el arte tuviera que enseñarnos algo.
Pocas cosas me parecen más actuales que esta preocupación del autor respecto a cómo leerá la gente su libro. Joyce jugaba con el lenguaje. Sus libros pueden tener pasajes melancólicos, incluso sombríos, pero no hay ni una línea escrita verdaderamente en serio. Ironía. Jocosidad. Juego. A mucha gente le cuesta entender que la literatura pueda alcanzar la excelencia mediante una serie de geniales tomaduras de pelo. Como si Shakespeare sólo fuera realmente bueno cuando pone una calavera en la mano de su protagonista para que filosofe o cuando llena el escenario de sangre y gritos desgarradores. Como si el arte tuviera que ser terrible y wagneriano para tener valor. O peor: como si el arte tuviera que enseñarnos algo.
Joyce decía que Ulises era música. Que si la gente no lo entendía, probara a leerlo en voz alta. Quizá porque la música es el único arte del que no se esperan moralejas ni lecciones de vida. El único arte que no necesita filosofía para ser profundo ni drama para ser valorado.
Gracias, Alfonso Zapico, por enseñarme la literatura de Joyce desde otro punto de vista. Creo que el próximo verano que abra el Ulises con la firme intención de pasar de la página cincuenta, le haré caso al viejo Joyce y no me lo tomaré en serio. Y probaré a leérselo a P., a las plantas y a nuestra gata. Estoy seguro de que todos lo disfrutaremos mucho más.
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