miércoles, 12 de octubre de 2016

NADIE SE SALVA SOLO

Una pareja empieza a romperse cuando cada uno empieza a contar versiones distintas de su historia. Cuando de repente acuden a su pasado común por distintos caminos buscando una nueva interpretación que dé sentido a un presente frustrado o a un deseo insatisfecho. Y entonces ese pasado se vuelve también un campo de batalla, una plaza fuerte que hay que conquistar para enarbolar aquellos buenos tiempos en los que todo iba bien como bandera de lo deseable. Como antídoto contra desilusiones futuras. 

La pareja de este libro ha quedado para cenar en la terraza de un restaurante. Llevan un tiempo separados. Van a repartirse el tiempo con los niños durante el verano. Tras diez años de relación, están intoxicados, desencantados, han pasado por todos los tonos de gris de la insatisfacción y ya sólo atisban la alegría en las risas de sus hijos. Y a veces, ni eso. Llegaron a un punto en el que el peso de estar juntos era tan insoportable que se querían morir. O querían que el otro muriera para así poder quererse sólo en el recuerdo, sólo en la ausencia, sin la insufrible cotidianidad de la convivencia. Cómo llorarían. Cómo amarían al muerto, liberados por fin de la angustia de su relación. 

El germen de su destrucción ya estaba en la exaltación loca de sus inicios. Dos inconstantes repletos de agujeros emocionales, muy jóvenes, heridos de la infancia y de sus barrios, que se enamoraron para salvarse y no supieron calmar el fuego una vez pasado el enamoramiento. Saben que deberían haberse separado antes. Que prolongar la agonía sólo era añadir dolor y terminar de emponzoñar el recuerdo de los años buenos. Pero lo intentaron. Una y otra vez. Se decían que tenían que luchar. Al menos por los niños. "Pero nunca se consigue por los niños. Ellos saben que no cuentan, y se las apañan como pueden. Ponen las tazas para el desayuno, espían las miradas, los silencios. Dan besos aquí y allá, con el terror a equivocarse de momento, a equivocarse de mejilla. Esperan, ellos también. A que el amor vuelva".

Es un drama cotidiano. Lo vemos todos los días. Al hacer una factura detallada de libros de texto para intentar que el ex o la ex pague su parte. Al ver a un niño cruzar la calle, un domingo por la tarde, con la mochila del cole al hombro, y el coche aparcado que no se va hasta mucho después de que se ha cerrado la puerta del portal, quizá esperando que alguien descorra levemente una cortina en algún piso ahí arriba. Todos los días. Parejas rotas. Amor convertido en indiferencia, luego en violencia. Amor deshecho que acaba poniéndolo todo patas arriba: proyectos, convivencias, infancias. Personas que un día se amaron y que hoy ya no tienen nada que decirse, "sacos de palabras que fueron a parar a la basura". Se miran, en esa noche agradable de principios de verano, en un restaurante bonito, y no ven nada vivo en los ojos del otro. Se han vuelto inertes, como fotografías viejas cuyo contexto han olvidado. Su amor, como un viaje que ninguno recuerda. 

Se dan cuenta de que han perdido la capacidad de perdonarse sus defectos. Llegó un momento en que un plato torcido en la mesa les sacaba de quicio. Les enfurecía. Nunca aprendieron a sortear la frustración con benevolencia. Podrían haber esperado, a veces se dicen. Haberse conformado con la derrota, como tantas parejas con hijos que ya apenas se tocan, haber esperado a que el odio se diluyera en indiferencia. En una carga no más molesta que una hipoteca. Pero no. Aún querían vivir. Aspiraban confusamente a otra cosa. Creían merecer algo más. Se sentían demasiado jóvenes para dejarse vencer por esa resignación sombría. Querían volver a merecer la felicidad de los inicios, aquella carcajada de su hijo menor su primer día de playa, jugando con su hermano mayor a estirar la mozzarella de la pizza con los dientes. Esa forma de desternillarse de risa que hacía que toda la playa riese con ellos y que podría, debería, ser una forma válida y duradera de vivir. 

Una pareja empieza a romperse cuando cada uno empieza a contar versiones distintas de su historia. Sin embargo, como en este libro, a veces las versiones son casi coincidentes y ocurre que la pareja se va a pique en un extraño unísono. Con un mismo deseo frustrado. Con un mismo distanciamiento.

La autora se ha metido en las entrañas de cada uno, con un lenguaje descarnado y poético, cambiando el punto de vista, de ella a él, de él a ella, analizando los rencores y los anhelos de los dos, asistiendo a su derrumbe desde dentro, en un juego de perspectivas inmisericorde con sus bajezas, a la vez que compasivo con sus flaquezas. Sus protagonistas se sienten desvalidos. Nadie les dijo cómo aceptar la rutina, nadie les previno del cansancio de la pasión. Eran muy jóvenes y muy inseguros, y no tenían a nadie que les guiara por sus propios laberintos. Ahora, rota la posibilidad de un futuro, empiezan a darse cuenta de que nadie se salva solo.


Margaret Mazzantini


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