Este libro es un jarrón, uno de esos jarrones de porcelana que presiden la mesa del comedor de los suegros y que son bonitos y delicados pero pertenecen a otro mundo, otra cultura, otra generación.
Es esa reproducción naranja de Rothko que tu pareja se empeña en colgar en el dormitorio y que te gusta, aunque haya días que la mires y no puedas entender cómo esas dos franjas de color pueden tener algún significado.
Es esa amiga que queda contigo y te cuenta una historia larguísima sobre su madre poniendo esa cara seria y trascendente de las grandes confidencias, y cuando termina te quedas con la impresión de que ha estado a punto de contarte algo muy importante y profundo y conmovedor, algo definitivo que sin embargo se ha quedado al borde de las frases, sin lograr salir de sus palabras.
Me llamo Lucy Barton es un libro bonito y agradable. Es como un jarrón de porcelana o como un Rothko naranja: estético y abstracto. Tiene todos los ingredientes para ser una historia que cause un impacto en las profundidades de cualquier persona sensible y, sin embargo, creo que se queda siempre a punto de lograrlo. Es como una canción a la que le falta esa última estrofa que armoniza y da sentido al conjunto. Como ese miembro de la familia que nunca habla en las comidas familiares pero que parece tan interesante, tan lleno de vivencias importantes, con una vida interior tan rica que nos gusta en su mutismo.
Y sin embargo, nada de esto tiene que ser negativo. La ventaja de un jarrón de porcelana o de un Rothko naranja es que pueden dejar indiferentes o significarlo todo para quien los mira. Dejan un espacio enorme para que el espectador les añada capas y capas de significado. Y creo que esa es la razón por la que tanta gente admira a Elizabeth Strout: su escritura elusiva deja tantos huecos y es tan ampliamente sugestiva que permite apropiarte de la historia y rellenarla de una cantidad ingente de vivencias propias. El libro se vuelve tuyo, atraes su fragilidad a la tuya, la amarras a tu experiencia para que no se escape.
Y es fácil amarlo.
Quién no ama sus propias debilidades.
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