Mientras leía esta novela me miraba la cara interna del antebrazo y pensaba en hacerme un tatuaje. Yo, que siempre he aborrecido los tatuajes. Un tatuaje con un símbolo del agua. Y en escritura cuneiforme, para rizar el rizo. Mientras leía esta novela pensaba en el agua. En que la crisis climática es una crisis del agua. Y en que el agua se transforma y una misma gota se puede beber dos veces. ¿Perdón? Mientras leía esta novela aprendía sobre los yazidíes, sobre cómo las minorías perseguidas viven en un tiempo diferente del nuestro. Y, según en el capítulo que estuviera, quería dejarlo todo para convertirme en arqueólogo, irme a vivir a un barco en el Támesis, aprender a detectar manantiales subterráneos y mirar las nubes con la intensidad necesaria para descubrir ríos en el cielo.
Esta es una novela sobre un hombre de origen humilde que a mediados del siglo XIX se convirtió en el descubridor del lenguaje más antiguo de la humanidad. Es una novela sobre una mujer con un pasado traumático que se va a vivir al agua porque piensa que se quiere morir. Es una novela sobre una chica que se está quedando sorda y se embarca con su abuela en el viaje más ilusionante de su vida. Pero, sobre todo, y siempre, es una novela sobre el agua. El agua como bendición y como maldición. Como hilo conductor entre la antigua Mesopotamia y el Londres actual.
Todo se transforma, todo está constantemente transformándose. Como el agua, que pasa de sólido a líquido, de líquido a vapor, y vuelta a empezar, manteniendo su esencia molecular. Permanece años, siglos, encerrada en la tierra repleta de fósiles, para un día subir al cielo y regresar poco después en forma de bruma, niebla, monzón o granizo, o quizá incluso de lágrima, constantemente desplazada y reubicada. «El agua es la inmigrante consumada, atrapada en tránsito, sin tener nunca la posibilidad de asentarse». Quizá por eso le atrae tanto a Zulika, una de las protagonistas de esta novela. Una mujer británica de origen persa que ha dedicado su juventud a estudiar la ciencia del agua y que, como el agua, vive en permanente cambio, sin poder asentarse ni echar raíces en ningún lugar.
El agua, como los personajes de esta novela, tiene una asombrosa resiliencia, y al mismo tiempo una gran fragilidad. Elif Shafak, escritora de origen turco, le canta en esta historia al poder transformador de las canciones. Necesitamos las canciones como el agua y el pan. La música, la belleza, las historias. Sin ellas nuestra imaginación se marchita y se muere. Nuestra capacidad de sentir asombro y curiosidad se apaga.
Hay ríos en el cielo es lírica, delicada, sensorial, apasionada. Es un gozo continuo de lectura. Da ganas de hacer cosas un poco locas y te hace vivir en un tiempo paralelo, el tiempo de los cuentos. Porque «el tiempo de los relojes, por muy preciso que pretenda ser, está distorsionado y es engañoso. Discurre con la falsa impresión de que todo avanza firmemente hacia delante y que, por lo tanto, el futuro siempre será mejor que el pasado. El tiempo de los cuentos entiende la fragilidad de la paz, la mutabilidad de las circunstancias, los peligros que acechan en la noche, pero también aprecia los pequeños actos de bondad. Por eso las minorías no viven en el tiempo de los relojes. Viven en el tiempo de los cuentos».

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