Vivimos en la era de la crueldad normalizada. Ser un cabronazo está de moda. Así que basta de buenismos y cultura woke: es hora de sacar la furia del armario. Esa que llevamos arrastrando desde la infancia y que, como adultos, parecía que había que esconder. Se acabó. Es la época del sincericidio. Si la comida de tu madre no te gusta, se lo dices a la cara y que aprenda para la próxima vez. Y con la cabeza bien alta. Qué es eso de poner buena cara y dar las gracias solo por que te haya invitado a comer y luego te lleves tápers para toda la semana. Lo que molaría de verdad, después de pasar la tarde insultando y amenazando a todo dios en el grupo de Telegram, sería poder salir a la calle y repartir hostias como en los buenos viejos tiempos de los bajos de Argüelles. O irse a Gaza a tirotear palestinos y luego postearlo en Facebook como los soldados israelíes. A ver si el próximo genocidio nos pilla más cerca de casa. Cómo nos íbamos a reír. Vivimos en la era de la crueldad normalizada. De los criminales que nos representan. Seamos cabronazos de verdad, que está de moda.
Este libro pone nombre a un fenómeno en auge: la ostentación del mal como propaganda. Trata sobre los insultos que se popularizan, se imprimen en tazas, camisetas y pegatinas y generan votos. Sobre los delincuentes y criminales de guerra que se admiran y se convierten en ejemplos a seguir. El problema de cometer un delito ya no es moral, es dejarse pillar. Mientras no te pillen ni te puedan condenar, serás una inspiración para los demás y tus fechorías serán no solo respetadas sino aclamadas. El rey emérito y la presidenta de la Comunidad de Madrid son dos buenos ejemplos. Pero no se les aplaude especialmente por sus virtudes, que casi nadie reconoce sinceramente, sino por oposición a quienes se atreven a cuestionarlos.
Mauro Entrialgo nos habla de cómo las palabras se han convertido cada vez más a menudo en armas arrojadizas que impiden cualquier debate. Palabras como woke, que ahora está de moda, ese significante vacío en el que cabe cualquier cosa que huela a progresismo, o simplemente a derechos humanos, desde el feminismo, el antirracismo o la libertad sexual hasta la lucha contra el cambio climático.
Pone múltiples ejemplos de la jactancia con la que los ricos presumen de su riqueza a la vez que desprecian a los pobres por tontos. Es el triunfo total de la meritocracia, esa forma narcisista de pensamiento privilegiado que defiende que todo el éxito es por mérito propio y las desgracias, culpa de los demás por no haberse esforzado.
En realidad, estamos cada vez más acostumbrados al malismo. Y este no para de crecer. «La dosis de barbarie del espectáculo debe ser cada vez mayor para conseguir los mismos resultados ante una audiencia curtida en redes con una dieta rica en despropósitos». Que representantes públicos nacionales hagan peinetas a su público, que presentadores de televisión insulten a los concursantes, que youtubers humillen a trabajadores precarios para subir su audiencia, que grandes empresas se rían abiertamente de los clientes a los que estafan, que partidos políticos conviertan sus exabruptos de matones de instituto en lemas electorales o que iglesias cristianas consagren el enriquecimiento personal a costa de las personas desfavorecidas ya no nos indigna especialmente. Se ha convertido en nuestro paisaje de la inmoralidad cotidiana.
¿Cómo se combate al malismo? Quién sabe. Los caminos para recuperar la dignidad son tortuosos. Pero aprender a identificar sus manifestaciones y ponerles nombre puede ser el primer paso.
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