Siempre es un placer especial volver a Edith Wharton. A la exquisitez y la agudeza con las que sobrevuela con tanta naturalidad las cerriles mentes que nos rodean y nos gobiernan y tratan de imponernos su moralidad caduca y asfixiante.
Y es que sobre moralidad caduca y asfixiante trata esta pequeña novela que se devora de una sentada. Sobre la maledicencia, ese trastorno psicológico tan extendido que consiste en encontrar un placer íntimo en señalar los defectos ajenos y hablar mal de los demás. Muchas personas, gracias al uso y abuso continuados de este placer, llegan a desarrollar una verdadera enfermedad que afecta profundamente a su manera de hilar pensamientos, de tal forma que la única conversación verdaderamente interesante, la única merecedora de durar y durar en las reuniones familiares, es la que deja en mal lugar a otras personas. Ah, qué infinito placer convertir a los demás en pequeñas caricaturas moldeables para que se adapten a nuestros prejuicios y queden siempre un escalón por debajo de nuestros méritos. Porque si los demás tienen faltas criticables y nosotros nos damos cuenta y las señalamos, también nos estamos diciendo a nosotros mismos y a los demás que somos mejores que ellos. Hablar mal de los demás es la forma indirecta y automática que tenemos de presumir sin llamar demasiado la atención.
El Nueva York de 1870, el «viejo Nueva York», era una sociedad regida por las apariencias. En un siglo y medio han cambiado mucho las costumbres, pero no el vicio de tratar de disciplinar a los demás a través de la crítica constante. Tanto entonces como ahora son multitud las personas que no quieren que el mundo cambie. Que vivirían felices en una burbuja estática. Con el tiempo detenido. Haciendo todos los días las mismas cosas, viviendo todos los días la misma vida. Personas cuya idea de la decencia vive encorsetada en una época que no saben que terminó hace mucho tiempo. Personas que se sienten amenazadas por la libertad y la alegría de los demás, pues pone en entredicho su vida basada en la renuncia a esa libertad y a esa alegría.
Esta es una novela elegante para leer en la esquina cálida y acogedora de un salón mientras fuera sopla el aire helado de año nuevo. Y soñar con una mujer que anhela su libertad por encima de la maledicencia de la sociedad que la señala. Una «mujer formidable», admirable y frágil. Un trasunto de la autora que conmueve y fascina por «la infinidad de la belleza y la variedad de sus ardides». Una heroína solitaria que en manos de Wharton se vuelve un personaje atemporal.