lunes, 22 de abril de 2019

EL ÚLTIMO BARCO

Con este libro me ha pasado lo que nunca me había pasado con una novela policiaca: me ha transmitido calma. Supongo que sólo un gallego podía escribir una novela de intriga llena de diálogos basada en la investigación de una mujer desaparecida y provocar en el lector la sensación apacible que transmiten las largas descripciones de las novelas decimonónicas. Muchos dirán que le sobran páginas, que hasta la mitad del libro no pasa nada y que el ritmo es exasperantemente lento para una novela policial. De acuerdo en todo. Pero no pasa nada. Incluso ciertas policiacas pueden disfrutarse despacio, como degustando un Albariño mientras se contemplan tranquilamente las estrellas en una noche de otoño. 

Sutileza. Calma. Introspección. Eso transmite esta novela. Me encanta cuando el inspector Caldas responde con silencios acompañados de gestos ambiguos a las preguntas que le hacen, convirtiéndolas en preguntas retóricas de pronto recubiertas de una pátina inesperada de filosofía. Acompañar a este protagonista en sus pesquisas es una forma de aprender que cierto laconismo puede muy bien ser una forma de vida, no exenta de emoción y significado. Y que toda palabra o idea puede tener, al menos, tantas interpretaciones como acepciones caben en cada entrada del diccionario.

Vigo. La ría. El salitre siempre presente, recubriendo de una fina capa de humedad todas las superficies. Los temporales repentinos. No sé, a lo mejor es el escenario el culpable de mi fascinación por las novelas de Domingo Villar. El placer insustituible de degustar un pedacito de Galicia en la agreste estepa de Madrid. 

El último barco trata sobre la destrucción del patrimonio arquitectónico de Vigo en los años sesenta y setenta. Sobre la invasión de turistas ingleses en enormes transatlánticos. Sobre la siempre compleja relación entre padres e hijos. Sobre la aceptación de que, llegada una edad, la vida ofrece cada vez menos barcos atractivos a los que subirse y que no hay que dejar pasar las oportunidades. Y es un homenaje emocionado a los que se dedican a crear arte con sus manos construyendo instrumentos antiguos o modelando tierra con las manos. 

Prefiero no contar mucho más. Contagiarme del laconismo de Caldas y recomendar esta novela discretamente, dejando los argumentos "bailar al borde de la mesa para que terminen cayendo ellos solos por su propio peso".



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