Casi nunca releo un libro. ¿Para qué? Hay tantísimos libros maravillosos que nunca tendré tiempo de leer, que releer me parece un vicio indefendible. Aburrido, además. Es como viajar siempre al mismo lugar, esa idea tradicional que nunca entenderé de los veraneos en la casa de la playa. Con lo estimulante que es salir a conocer sitios nuevos, arriesgarse con los destinos y dejarse sorprender por lo que venga.
Releer es como refugiarse en ideas antiguas con las que ya estuvimos de acuerdo para huir de aquellas más nuevas que pueden ponernos en un aprieto. Arrebujarse en el sofá de siempre a ver fotografías ya vistas.
Sí, releer es un vicio indefendible. Así que no voy a tratar de defenderlo ahora. Y menos cuando acabo de releer un mamotreto de 1224 páginas con una excitación que me recuerda a cuando me embarqué por primera vez junto a la tripulación de Long John Silver rumbo a la isla del tesoro.
Despertarme, desayunar, leer leer leer, ir a trabajar, comer, volver al trabajo y contar las horas que faltan para volver a leer leer leer. Un frenesí de chiquillo, de deslumbramiento ante una historia que no pierde encanto ni frescura con la relectura. Debe de ser una cuestión de química neuronal provocada por la evocación de la antigua Roma. Sí debe de ser eso: la construcción del Coliseo, guardias pretorianos, traiciones, envenenamientos, la erupción del Vesubio, gladiadores y gladiadoras, emperadores conspiranoicos y unos asesinos armados hasta los dientes reptando sigilosamente por las cloacas de la ciudad más populosa del mundo para llevar a cabo un plan imposible. Todo eso junto y bien contado es como la chispa que enciende una hoguera, como escuchar el tema musical de La Comarca al inicio de la película El Señor de los Anillos y volver a un estado de excitación infantil que no se experimenta casi con nada más.
Despertarme, desayunar, leer leer leer, ir a trabajar, comer, volver al trabajo y contar las horas que faltan para volver a leer leer leer. Un frenesí de chiquillo, de deslumbramiento ante una historia que no pierde encanto ni frescura con la relectura. Debe de ser una cuestión de química neuronal provocada por la evocación de la antigua Roma. Sí debe de ser eso: la construcción del Coliseo, guardias pretorianos, traiciones, envenenamientos, la erupción del Vesubio, gladiadores y gladiadoras, emperadores conspiranoicos y unos asesinos armados hasta los dientes reptando sigilosamente por las cloacas de la ciudad más populosa del mundo para llevar a cabo un plan imposible. Todo eso junto y bien contado es como la chispa que enciende una hoguera, como escuchar el tema musical de La Comarca al inicio de la película El Señor de los Anillos y volver a un estado de excitación infantil que no se experimenta casi con nada más.
1224 páginas.
P. me mira entre curiosa e incrédula: ¿en serio?
Sí, porque es el primer volumen de una trilogía sobre la vida de Trajano, el primer emperador romano de origen hispano, y no he leído la continuación, Circo Máximo, y el tercero sale ya, el 23 de febrero y no me acuerdo bien de éste, y es que me lo paso bomba.
Y poco importan, al final, las pequeñas torpezas lingüísticas del texto, las erratas aisladas y el hecho un poco incomprensible de que ni el autor ni el corrector de las pruebas sepan que en español, además de "porque", "porqué" y "por qué", existe también "por que". La historia y el pulso narrativo de Posteguillo lo pueden todo. Y me olvido de la precisión literaria (como me olvido de los gazapos de mis películas favoritas) porque hay muy pocos libros, poquísimos, que tengan el poder de hacérmelo pasar tan bien.
En la librería lo suelo recomendar como el mejor escritor español de novela histórica. Lo suelto sin más, sin pretender herir a nadie ni arriesgarme a muchas comparaciones. Porque es una evidencia. Nadie escribe con el rigor histórico, la pasión y la eficacia de Santiago Posteguillo.
Sus libros son como monumentos. Novelones a los que uno regresa con admiración infantil, con los ojos de acercarse, por ejemplo, al acueducto de Segovia o al teatro romano de Mérida, acariciar las piedras y mirar hacia arriba mientras viajamos en el tiempo.
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