jueves, 21 de noviembre de 2013

DÍAS SIN HAMBRE

Laure tiene 19 años, mide un metro setenta y pesa 36 kilos. Hace mucho tiempo que no come nada. Alguna hoja de lechuga, té, bebidas con gas y vinagre para quemarlo todo. Para quemarse por dentro. Es algo fuera de sí misma que no sabe nombrar, algo que la posee. Busca una pureza, una ligereza que le dé poder sobre su cuerpo, busca la embriaguez del ayuno, ese vacío interior que le da alas y la llena de una energía poderosa. Se pasa los días caminando, corriendo, subiendo y bajando las escaleras de los seis pisos de su edificio en una especie de éxtasis. No comer se convierte en algo adictivo, en una droga fácil y barata que la deja felizmente anestesiada, con el aparato digestivo dormido, desconectado de su cuerpo. En su interior conviven el triunfo por tener al fin el poder sobre su necesidad y la decadencia irremisible que observa en su cuerpo día tras día. Dos sentimientos, la fuerza y la debilidad, inextricablemente mezclados.

Días sin hambre relata, en tercera persona y con algunos personajes secundarios inventados, los meses que pasó la propia autora en un hospital para combatir la anorexia. Es un libro clarividente, con un tono poético y desnudo. Varios personajes le preguntan a Laure por qué dejó de comer, con un tono perplejo. El mismo, quizá, con el que me pregunto yo los motivos por los que alguien decide dejar de comer hasta rozar la muerte. Y las respuestas de Delphine de Vigan encierran, para mí, el valor y la fascinación que ejerce este libro. Laure no deja de comer porque quiera ser más delgada, no busca en ningún momento un ideal de belleza estilizado, no hay ni frivolidad ni inquietud estética en su decisión. Laure deja de comer porque ya no puede soportar sentirse vulnerable a su propia necesidad. A la necesidad de comida, de calor, de amor. Se siente indefensa, dolorosamente desnuda. Su necesidad se ha convertido en un deseo voraz e indomable. Es el hambre de vivir lo que le ha hecho enfermar, se sentía "como una boca enorme, ávida, dispuesta a engullirlo todo, quería vivir rápido, fuerte, quería ser amada hasta el delirio, quería llenar ese dolor de la infancia, ese abismo dentro de ella nunca colmado". Su hambre era tal que había que ponerle freno o la llevaría directa a la locura. Y así, el ayuno se convirtió en su contención, en su forma de racionalizar sus deseos, de buscar una invulnerabilidad desde la que controlar sus emociones, su infancia devastada, y plantarle cara a lo que nacía salvaje y avasallador en su interior. El ayuno como fortaleza que, con el paso del tiempo, va cegando las ventanas, tapiando las puertas y recluyéndola en una prisión de la que no puede salir.
Y llega el día en que el frío se apodera de ella. Un frío inimaginable. Frío en las uñas, en el pelo, en las pestañas. "Ese frío que le decía que había llegado hasta el final y era el momento de elegir entre vivir y morir".
Pero la vida no es simplemente volver a comer. Su garganta ya no puede tragar, su estómago ya no sabe digerir y todo su cuerpo se rebela ante la idea de comer envolviéndola en un asco profundo. La vida es un tubo dentro de su nariz que inyecta calorías ya procesadas directamente en el estómago. La vida es una habitación de diez metros cuadrados pintada de amarillo en la planta doce de un hospital de París. La vida es el espanto, y luego la incomprensión, y mucho más tarde, la infinita compasión en la cara de los pocos amigos y familiares que se atreven a visitarla. Pero sobre todo, sobre todo, la vida es el médico que ha conseguido convencerla para que luche contra el dolor de comer, el horrible dolor en todo el cuerpo al volver a coger peso, a soportar el quejido continuo de un mecanismo dormido y herrumbroso al que obligan a ponerse de nuevo en marcha.

Ese médico es la luz del libro, es el deseo de vivir, de mirarse en el espejo y volver a querer parecerse a una mujer. La vida es volverse de nuevo vulnerable a un sentimiento, rendirse a una frágil intimidad, depositar con ese pequeño trozo de confianza que aún le queda su cuerpo quebradizo en las manos de ese médico que es el dueño de su energía, del calor que de nuevo empieza a fluir dolorosamente por sus venas, y que le llena la cabeza de historias tiernas y enigmáticas en sus ratos libres, historias mágicas contadas con voz suave y vacilante ante las que Laure llora, historias como esta:
"Érase una vez una niña que leía todo el día, subida a la rama de un árbol. Un día la llamaron para cenar y no quiso bajar. La noche cayó pero no tenía miedo. A lo lejos se oían los truenos, a lo lejos los relámpagos desgarraban el cielo.
Es la historia de una niña en equilibrio sobre una rama, que ya no come nada más que libros. La niña se queda ahí, día tras día, la llaman, le suplican, llevan escaleras, le prometen cintas y pianos, le prometen la luna.
Es la historia de una niña que mastica papel, páginas y páginas. En poco tiempo todo su cuerpo se vuelve gris, la lluvia deja regueros de tinta sobre su piel. En poco tiempo se encoge, se vuelve pequeñita, fina como un pergamino usado, como una lámina de oro, quizá. Las escaleras se guardan. Sobre su rama, dejan que desaparezca. Lloran en silencio, por dentro, a la niña que fue, en carne y azúcar, lloran a la niña perdida que no termina de fundirse, agarrada a un árbol, quién sabe de dónde saca las fuerzas.
Una noche la tormenta estalla y llena el silencio. Las ramas se doblan bajo la cólera del viento. Una cólera gigantesca, como nunca antes se había visto.
Por la mañana, la niña ya no está. Sobre el árbol ha dejado una nota, garabateada sobre un trozo de papel. Una nota que no se puede leer."
Días sin hambre (2001, en España se ha traducido en septiembre de 2013) es el primer libro de Delphine de Vigan, y por su brevedad y su contenido, casi podría ser un capítulo de su otro libro autobiográfico, Nada se opone a la noche (2009, 2012 en España), una magnífica recreación de los orígenes de la locura que llevó a su madre al suicidio. Ambos libros se complementan, comparten la necesidad de transformar una experiencia extrema en literatura y consiguen su propósito con una fuerza y una delicadeza perturbadoras.

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