jueves, 27 de noviembre de 2025

COMERÁS FLORES

Hay libros que te tocan una tecla y, sin saber muy bien cómo, toda la música se te despliega por dentro sin parar como una serpentina de emociones. Sin parar, no podía parar. He leído esta novela en poco más de un día. Con fruición, con ansia, con la fascinación y el vértigo que da asomarse a un espejo que te refleja de formas inesperadas. Leía tan rápido que a veces dejaba de prestar atención al lenguaje, y entonces volvía atrás para no perderme detalle: que la voracidad nunca nos robe la belleza. He pasado poco más de un día comiendo flores con Lucía Solla Sobral. Este otoño va a volverse primavera en mis recomendaciones. 

La protagonista de esta novela eres tú, soy yo, somos todos. Bueno, todos no, porque hay gente que ni siente ni padece e increíblemente también les late un corazón —qué corazón será ese— en el pecho. Pero la mayoría somos ella. En fin, todos. La protagonista de esta novela aprende a querer dramáticamente, con exageración y con la prisa de a quien se le agota la vida. Y, sin saber muy bien cómo, se ve inmersa en «una relación que rueda tan rápido que tengo miedo a que se resquebraje por el camino y vaya soltando pedazos y que todos los pedazos sean míos».

Y, saliendo del duelo por la muerte de su padre, el amor la arrebata y le pinta la vida de serpentinas de colores y de luces de neón que brillan como las fiestas populares, como la alegría y el éxtasis y la felicidad inexplorada, y también como las alarmas, las sirenas y las chispas de los cables pelados. Un amor fabuloso y tan perfecto que cómo quejarse. Y de qué quejarse. ¿De su enfado si no responde de inmediato a los mensajes? ¿Del reproche velado por no prestarle la debida atención? ¿De la corrección cortante si cuenta algo que no se ajusta exactamente a su recuerdo?

Y la historia sigue y los ecos se multiplican en mi cabeza —en tu cabeza, en la cabeza de todos—. Su silencio cuando estás fuera, el silencio cuando mandas fotos de un viaje en el que él no está, el profundo desinterés por cualquier anécdota en la que él no participe de alguna manera, la opinión sobre todo, sobre tu ropa, tu familia, tu trabajo, tus amigos, tu comida, tus vacaciones, tus libros, tus gastos, tus elecciones, tus principios, tu ocio. Hazme caso, elige esto, yo sé lo que te pasa, tienes que escucharme, no puedes seguir así. La jerarquía que se note todo el rato pero que sea invisible, la naturalidad de responder por ti cuando te hacen una pregunta, preguntarte siempre siempre siempre quién te ha llamado, quién te ha escrito, de quién es esa nota de voz, qué le has respondido, y las muecas de aprobación y de rechazo, los juicios sumarísimos que se expresan con una ceja levantada o una boca torcida o un simple ceño mejor y con más daño que con mil frases llenas de adjetivos hirientes. 

Y el amor, ese amor. La cara de felicidad con que lo exhibes y cómo todo el mundo te felicita. ¡Es que es perfecto, pero qué suerte tienes! Ese amor que te eleva a las nubes y anula toda alternativa. Que dice o estás conmigo en el paraíso o no existes. Ese amor basado en el cuidado que fiscaliza y alecciona. Ese amor hecho de paciencia y resignación ante la posibilidad de tus dudas, veteado de un miedo invisible pero recurrente, que se vende a los demás como el mejor amor posible, la devoción absoluta, qué bien cuida, qué detallista, qué suerte, y que se basa en una crítica constante y el miedo como el color de fondo de cada día.  

He leído este libro casi de una sentada y se me ha llenado el cuerpo de flores y de peligro. He recordado el peligro de quedarte al otro lado del miedo, de ignorar los desplantes, los avisos, los abusos, de perdonar las regañinas y los gritos porque te convences de que todo sigue mereciendo la pena, el peligro de elegir no ver y conformarte con seguir comiendo flores, aunque seas incapaz de retener su dulzura en el estómago. Solo cuando sales de ahí te das cuenta de que te has pasado semanas, meses, años conteniendo el aliento, bajo observación constante, y que es una increíble —y dolorosa y lenta— maravilla reaprender a llenar los pulmones como una persona normal y saborear las flores libre ya de su veneno. 





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