El abismo entre el precio de las casas y el poder adquisitivo de la población no deja de crecer. Es el problema fundamental de las generaciones nacidas a partir de 1980. Lo que define si tienes o no tienes acceso a una vivienda en propiedad ya no es tu preparación o tus estudios, sino tus padres. Sí, esos padres que hablan con orgullo de la cultura del esfuerzo, pero que no necesitaron estudios ni preparación específica para acceder a una vivienda asequible. Millones de personas de clase obrera nacidas antes de los sesenta, sin estudios ni trabajos cualificados, ya eran propietarios con la hipoteca pagada a los cuarenta años. Un sueño inimaginable para sus hijos y sus nietos.
Hay gente que dice que hay que construir más porque no hay viviendas suficientes. Pero no es verdad. No faltan viviendas. «Estamos entre los países de la OCDE con mayor número de viviendas por habitante: más de 550 unidades por cada 1.000 personas. Si hay tantas casas y, aun así, tanta dificultad para encontrar una, es porque muchas están destinadas a usos antisociales».
Lo que necesitamos es una política que defienda una vivienda pública de calidad para todos. Si el eslogan suena inverosímil, ¿por qué «una sanidad pública de calidad para todos» o «una educación pública de calidad para todos» nos parecen totalmente razonables y legítimos? En España no tenemos cultura de vivienda pública como derecho. Pero esto no quiere decir que la vivienda pública sea una utopía. En Viena es una realidad cotidiana desde hace ya un siglo. El Reino Unido impulsó la vivienda pública desde finales de los años cuarenta hasta 1980 con la intención real de que cualquier persona tuviera una vivienda garantizada. Y fue un éxito. A pesar del atroz desmantelamiento de servicios públicos iniciado por Margaret Thatcher en los años ochenta, el Reino Unido aún conserva el 17% de vivienda pública. En España tenemos un 1,1%, y no por privatizaciones de políticos de derechas: la venta de suelo público para especular explotó con los gobiernos socialistas de los ochenta y no ha parado desde entonces.
La generación que tuvo un acceso fácil y masivo a la propiedad de la vivienda nos ha enseñado que poseer una vivienda es uno de los objetivos primordiales de la vida de una persona. Es casi un rito de paso para la entrada en la vida adulta. Y, además, un rito lucrativo, porque la vivienda siempre se revaloriza. Pero «un sistema que se basa en que todo el mundo sea dueño de una vivienda que siempre sube de precio es insostenible». Con esas reglas, cada vez va a ser más difícil que quienes no tienen casa puedan comprar y entrar en esa sociedad de propietarios. El sistema empezó a colapsar ya en los años noventa. El esfuerzo económico necesario para acceder a una propiedad se ha duplicado. Y casi se ha triplicado en las grandes ciudades. Ahora hacen falta diez años de sueldo para comprar una vivienda, mientras que a principios de los noventa con apenas tres años bastaba. Es fácil suponer que si dentro de veinte años los precios siguen la misma tendencia y las nuevas generaciones se ven obligadas a aportar más de quince años de sueldo, sencillamente nunca podrán comprarse una casa.
Pero esto no es fruto de la ley del mercado. No es una tendencia inevitable. Es una cultura en la que participan activamente fondos de inversión, bancos y gobiernos de cualquier tendencia ideológica. El objetivo es que la vivienda se siga revalorizando siempre. El objetivo es que se siga considerando un bien de consumo con el que sea lícito especular, en lugar de un derecho universal que hay que proteger. Es una cultura insensata e insostenible, destinada a crear desigualdad económica desenfrenada y generar un sufrimiento indecible en millones de personas.
La brecha generacional es innegable y su herida abierta es la vivienda. Las generaciones que tuvieron acceso fácil y asequible a una vivienda entre 1960 y 1990 lo consiguieron gracias al descomunal gasto público. Se construyeron más de seis millones de pisos protegidos, a precios limitados, para convertir al mayor número posible de ciudadanos en propietarios. Y se destinaron ayudas ingentes a la compra. Estas décadas supusieron un paréntesis histórico. Un oasis. Desde hace veinte años las propiedades se van concentrando cada vez en menos manos. Si no se le pone freno a esta tendencia, las condiciones que permitieron a nuestros padres y abuelos comprarse una vivienda ya no volverán. Y las generaciones posteriores —llevamos más de una década viéndolo— tendrán que decidirse entre tirar su sueldo en alquileres cada vez más abusivos o depender de la casa o del dinero de sus padres. Como dicen los ingleses: «pick your poison».
Pero el problema de la vivienda no es solo generacional: es también un problema de clase. El porcentaje de personas que viven de alquiler ha subido muchísimo en todos los tramos de edad, excepto en el tramo de mayores de 64 años. Estamos yendo hacia una sociedad rota, dividida entre propietarios e inquilinos, donde lo que define tu futuro es el dinero y patrimonio de tus padres. Y lo peor es que la mayoría de los inquilinos actuales no van a poder heredar. Vamos hacia un «sistema neofeudal, en el que tu futuro lo definirá básicamente la familia en la que hayas nacido y la ayuda que recibas». Una realidad más propia de las sociedades premodernas en las que una parte de la sociedad disfruta de privilegios hereditarios mientras que la otra sobrevive de forma precaria, sin ninguna capacidad de cambiar su realidad. Una sociedad de inquilinos precarios trabajando para sus caseros ricos, abriendo cada vez más la herida de la desigualdad.
Pero hay soluciones. Y Jaime Palomera, con más de veinte años dedicados a los problemas de la vivienda, las describe con claridad meridiana en este libro. Y concluye que hay que «la única manera de vivir con dignidad y libertad pasa por defenderte y poner en jaque a quien especula con tu vida».

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